Érase una vez una mujer indomable.
Decidida y fuerte, que tuvo que endurecer su corazón para hacerle frente a la difícil
vida que le tocó llevar. Una luchadora cargada de esperanza en el futuro que
tan solo encontró desgracia y dolor.
Pero antes de esa mujer, hubo una
niña.
Una niña buena.
Creció en un remoto pueblo al
norte del país, rodeada de amor y júbilo. Arropada por la seguridad de
pertenecer a una familia acomodada. Ignorante de lo mucho que llegaría a sufrir.
Hija única, engreída de la casa,
nunca supo lo que era necesitar algo y no poder conseguirlo cuando fue pequeña.
Su padre, ingeniero agrónomo, trabajaba en proyectos financiados por el
gobierno que siempre dejaban caer un monto adicional…por los problemas que llegasen
a causar. Su madre, costurera, siempre fue una mujer discreta y de buenas maneras,
siempre dispuesta a las decisiones que tomase su marido.
Ambos era dueños de una modesta
granja a las afueras del pueblo, que fue donde se instalaron una vez supieron
que esperaban su primera hija juntos.
Sus primeros recuerdos de
infancia eran las vacas, siendo ordeñadas, con esa mirada apacible y relajada
de quien recibe un favor que no pidió. El verde del campo siempre le resultó fascinante.
Soñaba muy a menudo con terminar sus días en un sitio como aquel, que siempre la
hizo feliz.
Un lugar al que regresaba en sus
sueños.
En el colegio no fue muy
aplicada, pero siempre fue una niña diligente y humilde, que supo ganarse el
cariño de sus profesores y compañeros. En casa, sus padres nunca tuvieron que
alzar la voz ni ejercer ningún tipo de autoridad desmedida, su obediencia terminaba
incluso por sorprenderlos.
Siempre fue una niña buena.
Y tal vez, fue ese el problema.
Llegada la adolescencia, la niña
de los ojos de papá comenzó a convertirse en una mujer atractiva y
deslumbrante, que acaparaba miradas cuando paseaba por el pueblo. Sus ojos
castaños claros delataban un aura de indomabilidad que sumía en un profundo
nerviosismo a cuanto galán de cuadra intentaba acercarse a entablar conversación
casual.
“Ahí va la hija de Don
Gerardo, mira que guapa se ha puesto la nena”, decían varios en el pueblo
mientras se sorprendían a sí mismos al descubrir un pequeño atisbo de lujuria
camuflado entre su ternura. Ella nunca fue consciente de su atractivo físico
hasta el día que vio a su padre ruborizarse tras encontrarla saliendo de la
ducha, con tan solo una toalla amarrada a su cuerpo. Un acto que se le hacía
tan natural y desprovisto de cualquier connotación que no fuese el sentirse
ella misma en su hogar.
En la secundaria, sus compañeros
suspiraban por ella. Soñaban con sus caricias e idolatraban el viento que
ondeaba su largo cabello color chocolate. Indómito, rebelde, ajeno a las
miradas cargadas de rencor de sus compañeras. Los celos, propios de la
adolescencia, comenzaban a hacer mella en la forma en que se relacionaba con
ellas.
No fue de tener demasiadas amigas,
las pocas que se acercaban a ella, lo hacían por el interés de ser vistas a su
alrededor, expectantes de conseguir llamar la atención de alguno de los chicos
que solo tenían ojos para ella. Tampoco le interesaba mucho ser amiga de los
chicos, quienes siempre buscaban alguna excusa para deslizar sus manos por su cintura
o envolver su cuerpo en un abrazo incómodo que nunca tuvo el coraje suficiente
para rechazar. En general, sabía que de haberles pedido el mundo, ellos habrían
hecho hasta lo imposible por conseguírselo, sin embargo, no le hacía falta.
Era feliz siendo ella misma. Se sentía
cómoda viéndose al espejo, sabiendo que cada día intentaba hacerlo mejor que el
día anterior. Sin tener que aprovecharse de nadie, sin lastimar a nadie. “Esta
vida siempre encuentra la manera de devolverte lo que le das”, le había
dicho su madre y aquella frase siempre se quedó con ella. Por eso quería asegurarse
de ser una buena persona.
Porque las buenas personas pueden
irse a dormir tranquilas por las noches.
Llegado el momento, sus padres
decidieron enviarla a la capital del país a estudiar. Siempre había soñado con
ser enfermera y, a pesar de la vehemente oposición de su padre, consiguió alcanzar
ese primer objetivo en el futuro que tenía por delante. Estaba segura de que a
base de esfuerzo, lograría devolver todo lo que hacían sus padres por ella.
Todo iba bien, se acostumbró más
rápido de lo esperado a la vida en la capital, un sitio siempre anodino y en el
que la gente difícilmente se paraba a darte los buenos días. En la universidad decidió
mantener su estilo de vida reservado y alejado de las distracciones que suponía
el pertenecer a un grupo de amigos, pero lo encontró mucho más complicado. La
propia dinámica del trabajo la obligó a hacer algo a lo que antes no le había
encontrado ninguna necesidad. A los amigos que fueron llegando, les siguieron
otros más. Sin darse cuenta, se encontró a sí misma en fiestas, reuniones y
situaciones que, si bien no le interesaban del todo, tampoco le disgustaban por
completo.
Pero todo cambió el día que
conoció a Eduardo.
Habitualmente, siempre había
tenido su manera particular de lidiar con los hombres o eso pensaba. Era cuestión
de mantener la distancia y hacer valer los límites. Pero con él le ocurrió algo
distinto. No sabía si era la manera en la que le hablaba, con esa voz profunda
y pausada, tranquila, como si el mundo se fuese a terminar ahí mismo y a él
solo le interesase mantener una conversación. También podían ser sus ojos
negros que se clavaban en los suyos, como escudriñando hasta el más recóndito
de los secretos de su alma. Sus carcajadas fuertes que resonaban en toda una
habitación, la línea que formaba su mandíbula recta al perderse en su cuello.
Cada vez que se encontraba junto a él, se sentía como un satélite orbitando
alrededor sin poder ser capaz de deshacer aquella suerte de embrujo al que la
tenía sometida.
De manera inevitable, la
confianza entre ellos, la atracción inocente y la química palpable que había
entre ambos terminó por empujarla a los brazos de Eduardo, pensando con candidez
que sería en aquel cobijo donde terminaría por pasar el resto de sus días.
Jurándose a sí misma que lo que había tenido que esperar por encontrar un
hombre como él era perfecto y acertado. Que la vida pone a las personas en
nuestro camino por una razón y la razón de que Eduardo estuviese en la suya era
para hacerla feliz.
Porque ella siempre fue una niña
buena y la vida siempre encontraba una manera de devolverte lo que le das, ¿verdad?
La noche que se entregó por
completo a Eduardo, no sintió temor, sino más bien alivio. Felicidad de saber
que el haber esperado por su príncipe azul daría su recompensa. Él la colmó de
promesas y cumplidos, se portó como el último caballero vivo en la tierra. Fue
lo más gentil que podía haberse imaginado, preocupado por su bienestar pero
además también por su placer. No fue mayor tan solo por unos centímetros, que
ella supo compensar con el regocijo de saber que aquella noche comenzaba el
resto de su vida.
Una vida que acabó tres semanas
después.
Eduardo no quiso hacerse de
ninguna manera responsable del niño que venía en camino. Todas las promesas,
toda la atracción, toda la química, la física y la biología desaparecieron en
el preciso momento en que él le colgó el teléfono pidiéndole que nunca volviese
a llamarlo otra vez. Desesperada, sin saber a quien acudir, decidió volver a aquellos
que siempre habían sido un soporte para ella.
Su padre no quiso escuchar ni una
sola palabra de sus labios. Su madre solo lloraba con el rostro escondido entre
sus manos. Una de las empleadas domésticas alistaba un par de maletas que dejó en
la calle, junto con sus sueños e ilusiones.
Ahí estaba ella. La niña buena
que no entendía por qué le tocaba vivir aquella desgracia.
Fue el amor por aquel niño que
llevaba en el vientre el que la empujó a no rendirse. A secarse las lágrimas y
a jurarse a sí misma que aquella condenada inocencia que terminó por empujarla
a los brazos de un patán se había acabado. Y así, se encontró a sí misma empoderada,
dispuesta a todo con valentía. El mundo ya no sería solo suyo, ahora tenía un
arma por y con la que luchar.
La vida en la capital se presentaba
difícil para una madre soltera, por lo que decidió probar suerte en un lugar un
poco más alejado.
Así fue como la niña buena llegó
a Santa María de la Redención.
Cambió la vasta granja y el campo
por un terreno baldío sin pavimentar. Cambió los lujos de su vida familiar por
el trabajo intenso que nunca dejó de buscar. Y cuando tuvo que tomar la decisión
más difícil, entre su dignidad y el futuro de su hijo, no lo pensó dos veces.
La niña buena dejó de existir el
día que su primer amante de la noche cerró la puerta al salir.
Entre sus múltiples empleos
diarios y sus andanzas nocturnas, se fue forjando un carácter determinado y
ajeno a las promesas de alcoba que le hacían algunos de los hombres que iban a
visitarla. Era, quizás, el embrujo de sus ojos el que los llevaba a jurarle
amor eterno, el que los movía a prometer vidas mejores y sentimientos infinitos
que ella nunca pudo ni quiso corresponder.
Así pasaron los años, aquel niño
por el que se había desvivido se hizo un adolescente. Las mismas circunstancias
del sitio en el que vivían fueron las que empujaron a su hijo a tomar parte en
cosas superiores a él o su madre. Ella, que habría hecho lo que sea por él,
sentía la desesperación de verlo convertirse en algo que aborrecía, en algo que
solo conseguiría alejarlo de su amor. Pero se encontraba atada de manos,
después de todo, también estaba atrapada en aquel círculo vicioso que su hijo
empezaba a frecuentar.
La noche en que su hijo trajo a
su primer amigo “del trabajo” a casa, supo que no todo estaba perdido.
Aquel chico desgarbado y con las
ropas sucias del polvo y la tierra propias de los alrededores, que la trataba de
señora, con toda la solemnidad del mundo, por alguna razón se le hizo adorable.
En secreto, a medida que fueron intimando, deseaba que su hijo hubiese sido un
poco más como aquel otro chico.
Aquel que le mostraba que, a lo
mejor, nunca tendría que haber olvidado a la niña buena que solía ser.
Entre los panes con mermelada
junto con las tazas de cocoa que compartían sobre la mesa y las conversaciones extensas
y siempre profundas que mantenían hasta el amanecer, la niña buena fue
volviendo a la vida y la mujer indomable fue encontrando cierta paz en su corazón,
algo a lo que había renunciado hacía mucho tiempo.
Se encontraba a sí misma pensando
en aquel chico, imaginando su rostro cándido debajo de la máscara que había
comenzado a usar “por su propia seguridad”, añoraba las conversaciones
venideras y la forma en la que él posaba su mirada en la suya, con reverencia
pero con un cariño innegable.
Incluso mientras el peón de turno
poseía su cuerpo por unos cuantos billetes, su mente viajaba a lugares recónditos
en los que se preguntaba que estaría haciendo aquel chico. ¿Acaso era posible?
A veces se reía al considerar la posibilidad, pero otras, le aterraba el saber
que podía haber un poco de verdad en esas carcajadas con las que intentaba
apartar de sus pensamientos la idea de poderse enamorar de un adolescente.
Un chiquillo, un niño que no
terminaba de encajar en el mundo al que ella y su hijo pertenecían.
Innegable, una vez aceptó sus
sentimientos, se encontró con que aquel chiquillo también la había amado en
silencio durante mucho tiempo. Vencidas las barreras de lo convencional y lo
correcto, vivieron una historia de amor tranquila. La madurez y la experiencia
de ella supieron entenderse y complementarse con el ímpetu y la vivacidad de él.
Bajo cualquier otra circunstancia, hubiera conseguido funcionar. Pero las suyas
solo lo hacían una ecuación imposible.
Una bomba de tiempo que en cualquier
momento acabaría por estallar.
Arriesgándose, el chiquillo le
pidió un único salto de fe. Dejarlo todo atrás, empezar de nuevo. Juntos,
aquello era más que suficiente. Sería difícil, pero podían conseguirlo. Él estaba
seguro. Ella, que siempre había querido hacer lo correcto, que nunca había
dejado de ser la niña buena, decidió por primera vez darse el lujo de anteponer sus sueños, su futuro.
Aquel fue un lujo que ambos tuvieron que
pagar.
Ella, la mujer indomable, la niña
buena, perdió la vida una fatídica noche, en la que el fuego acabó con todas
sus nuevas ilusiones, con las esperanzas de escapar del cúmulo de resignación en
el que se había convertido su vida junto a un mocoso soñador de menos de quince
años, que usaba una máscara por las noches para camuflarse en el mundo de ella
y pretender regresar a la normalidad al día siguiente.
La de él…es otra historia.
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