viernes, 23 de agosto de 2019

Feliz Cumpleaños, parte I


El día que cumplí doce años no hubo velas ni pastel, pues no había nada que celebrar. 


Aquella mañana el despertador sonó como siempre, tras tan solo tres horas de sueño, anunciando otro aburrido día gris a través de la ventana. Unos pequeños destellos de luz solar se iban colando de a pocos, lo cual me permitió intuir no solo que ya era de mañana sino que, además, alguien había abierto las cortinas. Porque claro, en casa primaba el sentido de la privacidad. Eso y que la única ducha que funcionaba era la que se encontraba en el baño de mi habitación.


La pesadez de la rutina que sentía imponerse sobre mí me impidió mover cualquier extremidad de mi cuerpo y mientras el sonido que hacía mi teléfono se volvía cada vez más insoportable, solo pude atinar a hacer el cálculo más aproximado del número de horas que me tomaría escapar de mi prisión en vida. 


Dieciocho horas. 


Ese era aproximadamente el tiempo que tenía que transcurrir hasta poder ser libre. Solo me quedaba sobrevivir a lo que me deparaba aquel horripilante día en el que a todo el mundo se le daba por pretender que les importaba. Tan solo necesitaba desempolvar la más falsa de mis sonrisas y el más vacío de mis agradecimientos para salir del paso. Sin embargo, esa labor se presentaba más difícil de lo que parecía al no poder ni siquiera estirar el brazo para apagar el despertador. 


Desde lo más profundo de mi ser, maldije mis continuas escapadas nocturnas y el desastroso efecto que tenían en mi vida adolescente cotidiana promedio. 


Tras estirarme durante un buen rato en la gigantesca cama matrimonial que no hacía más que acrecentar la sensación de soledad y lejanía que me asaltaba por las noches, pensé en que a lo mejor no tenía necesidad de pensar cosas como esa a mi edad, pero era imposible.


Siempre me terminaba ganando la pena.


El ritual matutino fue el de siempre. Arrastrarme al baño y evitar por completo ver mi rostro reflejado en el espejo. “Tu reflejo por la mañana es lo más cercano a conocerte a ti mismo”, me dijo alguien alguna vez y desde entonces, el rostro del chico que me devolvía la mirada por las mañanas se convirtió en mi peor enemigo.


Ya me dirás como se aseaba uno intentando no verse a sí mismo, sin embargo, me había vuelto un experto en dicha tarea, perfeccionada después de numerosas mañanas de práctica. 


Vestirme y arreglar algunas cosas tiradas alrededor de la habitación. Tirar las gasas y trozos de algodón manchados con sangre, asegurar un poco de maquillaje en la parte de mi cuello y ajustarme la corbata del uniforme de colegio. 


Vamos, la manera más normal en la que un chico de doce años se prepara para un día más en su formación educativa. Todo en orden. 


El desayuno transcurrió más tranquilo de lo habitual. Cuando llegué a la mesa del comedor ya estaba ahí, cubierto con un mantel blanco que lo protegía de un par de moscas volando despreocupadas en el lugar. 


Me las quedé mirando durante un momento, sin ninguna intención de recordar el cadáver putrefacto del perro que contemplé morir hacía unas cuantas noches. 


-Se te va a enfriar la leche


La severidad de la voz femenina que se dirigió a mí me devolvió al comedor. Ahí estaba ella, vistiendo una bata de dormir encima del pijama y con el cabello todavía revuelto a causa de una noche de sueño. 


Mi madre. 


-Sí, ahora voy – atiné a responder, mientras me acercaba una silla para sentarme. 


Pensé que se marcharía tras haberme sentado pero, tomando el periódico del día que estaba al lado de la mesa, se sentó justo delante de mí, sin mirarme en ningún momento. Me zambullí en la taza de leche con cacao sin contemplaciones y casi me atraganté comiendo el pan con mermelada que tenía al frente. Todo con la intención de no estar en la misma habitación con mi madre por más de diez minutos. 


No pude evitar encontrar hilarante la comparación en mi cabeza. Estaba en mi casa, mi hogar, con la persona que había contribuido a que estuviese vivo en aquel momento, compartiendo algo de comida en la mesa y hubiese dado cualquier cosa por volver a la mesa nocturna en la cual compartía con otra mujer. 


Una que a pesar de no compartir ningún vínculo de sangre conmigo parecía comprenderme mucho mejor que la que tenía en frente. 


- ¿Vas a llevar comida para más tarde? – la voz de mi madre me interrumpió mis comparaciones absurdas. 


Lo había olvidado por completo, aquel era el día en el que los alumnos de secundaria debíamos quedarnos a hacer horas “extra-escolares” de repaso para ciertos cursos. Si no se hubiera tratado de una actividad obligatoria, no habría tenido necesidad alguna de asistir. Total, tampoco se me daba mal el aspecto académico.


Pero si hablábamos del social…eso ya era otra historia.


Sin llegar a ser un chico “popular”, tampoco era el paria con el que todos terminaban metiéndose por diversión. Sentía que me protegía un misterioso halo de incertidumbre que embargaba a los otros chicos cuando intentaban meterse conmigo. Como un primitivo instinto de supervivencia que los empujaba a alejarse de mí, pues podría llegar a ser peligroso el cruzar sus caminos con el mío. 


No estaban del todo equivocados. Al fin y al cabo, había aprendido a hacer algunas cosas que no me enorgullecían y que, con justa razón, podrían haberme costado una expulsión muy repercutida. Nadie se esperaba que el chico bueno, primer alumno de la clase y declamador oficial del colegio se convirtiera en algo peligroso y distinto por las noches.

- No, pero ya comeré algo por ahí. No te preocupes – estaba seguro de que ni siquiera estaba preocupada, pero tampoco se me ocurrió nada mejor que decir.


- Vienes directo después de las extra-curriculares, ¿no? – la severidad en su tono me rechinaba hasta lo más profundo del alma.


Me hubiera gustado gritarle que ella no tenía ninguna autoridad sobre mí, que la idea absurda y retrógrada que tenía de obediencia estaba supeditada a la libertad que necesitaba para continuar mis andanzas nocturnas sin que nadie sospechara, que todo era una pantomima bien ejecutada de la que nadie tenía sospecha alguna. Nadie iba a escuchar quejas saliendo de mi boca. 


Ese era el trato que había hecho conmigo mismo, después de todo. Intercambiar el repetitivo infierno diario, en el que mis principales responsabilidades eran hacer mi tarea y acostarme relativamente pronto para poder ir al colegio, por la adrenalina de las noches en las que parecía ser una versión más descarada e impulsiva de la misma persona que tardaba quince minutos en apagar su alarma por la mañana.  


Pero claro, a ojos de mis padres solo era un niñato de 12 años sin idea de la vida. Les hubiera resultado imposible siquiera imaginar que mi mente albergaba tales maquinaciones.


- Claro, salgo y vengo para acá – respondí, apretando mis dientes para no decir nada fuera de lugar.


Empecé a arrastrar los pies con dirección a la puerta, cuando de pronto, tuve que detenerme de un tirón.


- Feliz cumpleaños, hijo – sus palabras me tomaron por sorpresa, pero fue el abrazo el que me desarmó. 


Me hubiera gustado poder abrazarla de vuelta, decirle que la quería y que esperaba poder pasar ese día con ella y mi padre, juntos. Como la familia que siempre había soñado que fuéramos. 


Pero ese era el problema con los sueños, que no siempre se hacían realidad. 


- Ehmm…gracias – respondí, tratando de ocultar la nostalgia maldita que me generaban aquellos pensamientos. 


Recordé que solo faltaban diecisiete horas para ser “libre”, me dirigí a la puerta con prontitud y salí, deseando desde lo más profundo de mi corazón nunca haber tenido que regresar.

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