El día que
cumplí doce años no hubo velas ni pastel, pues no había nada que celebrar.
Aquella mañana
el despertador sonó como siempre, tras tan solo tres horas de sueño, anunciando
otro aburrido día gris a través de la ventana. Unos pequeños destellos de luz
solar se iban colando de a pocos, lo cual me permitió intuir no solo que ya era
de mañana sino que, además, alguien había abierto las cortinas. Porque claro,
en casa primaba el sentido de la privacidad. Eso y que la única ducha que
funcionaba era la que se encontraba en el baño de mi habitación.
La pesadez de la
rutina que sentía imponerse sobre mí me impidió mover cualquier extremidad de
mi cuerpo y mientras el sonido que hacía mi teléfono se volvía cada vez más
insoportable, solo pude atinar a hacer el cálculo más aproximado del número de
horas que me tomaría escapar de mi prisión en vida.
Dieciocho horas.
Ese era
aproximadamente el tiempo que tenía que transcurrir hasta poder ser libre. Solo
me quedaba sobrevivir a lo que me deparaba aquel horripilante día en el que a
todo el mundo se le daba por pretender que les importaba. Tan solo necesitaba
desempolvar la más falsa de mis sonrisas y el más vacío de mis agradecimientos
para salir del paso. Sin embargo, esa labor se presentaba más difícil de lo que
parecía al no poder ni siquiera estirar el brazo para apagar el despertador.
Desde lo más
profundo de mi ser, maldije mis continuas escapadas nocturnas y el desastroso
efecto que tenían en mi vida adolescente cotidiana promedio.
Tras estirarme
durante un buen rato en la gigantesca cama matrimonial que no hacía más que
acrecentar la sensación de soledad y lejanía que me asaltaba por las noches,
pensé en que a lo mejor no tenía necesidad de pensar cosas como esa a mi edad,
pero era imposible.
Siempre me
terminaba ganando la pena.
El ritual
matutino fue el de siempre. Arrastrarme al baño y evitar por completo ver mi
rostro reflejado en el espejo. “Tu reflejo por la mañana es lo más cercano a
conocerte a ti mismo”, me dijo alguien alguna vez y desde entonces, el rostro
del chico que me devolvía la mirada por las mañanas se convirtió en mi peor
enemigo.
Ya me dirás como
se aseaba uno intentando no verse a sí mismo, sin embargo, me había vuelto un
experto en dicha tarea, perfeccionada después de numerosas mañanas de práctica.
Vestirme y arreglar
algunas cosas tiradas alrededor de la habitación. Tirar las gasas y trozos de
algodón manchados con sangre, asegurar un poco de maquillaje en la parte de mi
cuello y ajustarme la corbata del uniforme de colegio.
Vamos, la manera
más normal en la que un chico de doce años se prepara para un día más en su
formación educativa. Todo en orden.
El desayuno
transcurrió más tranquilo de lo habitual. Cuando llegué a la mesa del comedor ya
estaba ahí, cubierto con un mantel blanco que lo protegía de un par de moscas
volando despreocupadas en el lugar.
Me las quedé mirando
durante un momento, sin ninguna intención de recordar el cadáver putrefacto del
perro que contemplé morir hacía unas cuantas noches.
-Se te va a enfriar
la leche
La severidad de
la voz femenina que se dirigió a mí me devolvió al comedor. Ahí estaba ella,
vistiendo una bata de dormir encima del pijama y con el cabello todavía revuelto
a causa de una noche de sueño.
Mi madre.
-Sí, ahora voy –
atiné a responder, mientras me acercaba una silla para sentarme.
Pensé que se
marcharía tras haberme sentado pero, tomando el periódico del día que estaba al
lado de la mesa, se sentó justo delante de mí, sin mirarme en ningún momento. Me zambullí en
la taza de leche con cacao sin contemplaciones y casi me atraganté comiendo el
pan con mermelada que tenía al frente. Todo con la intención de no estar en la
misma habitación con mi madre por más de diez minutos.
No pude evitar
encontrar hilarante la comparación en mi cabeza. Estaba en mi casa, mi hogar,
con la persona que había contribuido a que estuviese vivo en aquel momento,
compartiendo algo de comida en la mesa y hubiese dado cualquier cosa por volver
a la mesa nocturna en la cual compartía con otra mujer.
Una que a pesar
de no compartir ningún vínculo de sangre conmigo parecía comprenderme mucho
mejor que la que tenía en frente.
- ¿Vas a llevar
comida para más tarde? – la voz de mi madre me interrumpió mis comparaciones
absurdas.
Lo había olvidado
por completo, aquel era el día en el que los alumnos de secundaria debíamos
quedarnos a hacer horas “extra-escolares” de repaso para ciertos cursos. Si no
se hubiera tratado de una actividad obligatoria, no habría tenido necesidad
alguna de asistir. Total, tampoco se me daba mal el aspecto académico.
Pero si
hablábamos del social…eso ya era otra historia.
Sin llegar a ser
un chico “popular”, tampoco era el paria con el que todos terminaban metiéndose
por diversión. Sentía que me protegía un misterioso halo de incertidumbre que
embargaba a los otros chicos cuando intentaban meterse conmigo. Como un
primitivo instinto de supervivencia que los empujaba a alejarse de mí, pues
podría llegar a ser peligroso el cruzar sus caminos con el mío.
No estaban del
todo equivocados. Al fin y al cabo, había aprendido a hacer algunas cosas que
no me enorgullecían y que, con justa razón, podrían haberme costado una
expulsión muy repercutida. Nadie se esperaba que el chico bueno, primer alumno
de la clase y declamador oficial del colegio se convirtiera en algo peligroso y
distinto por las noches.
- No, pero ya
comeré algo por ahí. No te preocupes – estaba seguro de que ni siquiera estaba
preocupada, pero tampoco se me ocurrió nada mejor que decir.
- Vienes directo
después de las extra-curriculares, ¿no? – la severidad en su tono me rechinaba
hasta lo más profundo del alma.
Me hubiera
gustado gritarle que ella no tenía ninguna autoridad sobre mí, que la idea
absurda y retrógrada que tenía de obediencia estaba supeditada a la libertad
que necesitaba para continuar mis andanzas nocturnas sin que nadie sospechara,
que todo era una pantomima bien ejecutada de la que nadie tenía sospecha
alguna. Nadie iba a escuchar quejas saliendo de mi boca.
Ese era el trato
que había hecho conmigo mismo, después de todo. Intercambiar el repetitivo
infierno diario, en el que mis principales responsabilidades eran hacer mi
tarea y acostarme relativamente pronto para poder ir al colegio, por la
adrenalina de las noches en las que parecía ser una versión más descarada e
impulsiva de la misma persona que tardaba quince minutos en apagar su alarma
por la mañana.
Pero claro, a
ojos de mis padres solo era un niñato de 12 años sin idea de la vida. Les
hubiera resultado imposible siquiera imaginar que mi mente albergaba tales
maquinaciones.
- Claro, salgo y
vengo para acá – respondí, apretando mis dientes para no decir nada fuera de
lugar.
Empecé a
arrastrar los pies con dirección a la puerta, cuando de pronto, tuve que
detenerme de un tirón.
- Feliz
cumpleaños, hijo – sus palabras me tomaron por sorpresa, pero fue el abrazo el
que me desarmó.
Me hubiera
gustado poder abrazarla de vuelta, decirle que la quería y que esperaba poder
pasar ese día con ella y mi padre, juntos. Como la familia que siempre había
soñado que fuéramos.
Pero ese era el
problema con los sueños, que no siempre se hacían realidad.
- Ehmm…gracias –
respondí, tratando de ocultar la nostalgia maldita que me generaban aquellos
pensamientos.
Recordé que solo
faltaban diecisiete horas para ser “libre”, me dirigí a la puerta con prontitud
y salí, deseando desde lo más profundo de mi corazón nunca haber tenido que
regresar.
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