Habían sido días bastante
tranquilos.
Aun ante la inminencia de mi
partida y con algunos cuantos asuntos pendientes por resolver, ninguna
desesperación parecía agobiarme, es más, me sentía relajado. Lo suficiente como
para saber que todo terminaría solucionándose de alguna manera misteriosa, de
esas que emplea la vida para ocultarte sus más íntimos secretos.
Todo parecía marchar bien y, en
un recóndito espacio de mi ser, aquello me preocupaba.
Por supuesto, no era que no me
agradase la sensación de calma, paz y tranquilidad, es solo que no terminaba de
acostumbrarme a la idea de que no hubiera una repentina sacudida de realidad
que me devolviese a mi “mundo real”, a aquel que tan bien conocía, aquel al que
estaba tan acostumbrado.
Aquel que finalmente parecía
haber dejado atrás.
Y así, cada día se presentaba
como una nueva oportunidad de convertirme en la mejor versión de mí mismo,
aquella que podía lograr objetivos antes inalcanzables y sentirse orgulloso de
ellos. Aquella versión de mí que no tenía nada que ocultar. Porque era un libro
abierto, porque no tenía todas las respuestas, pero tampoco esperaba que
alguien hiciera todas las preguntas.
Después de todo, ¿quién iba a ser
capaz de hacerlas?
Aunque no terminase de
acostumbrarme a la relativamente nueva calma imperante en mis días, aunque
todavía hubiese un resquicio de actitud desafiante y encrespada, encontraba
agradable la sensación de vivir en paz. De, finalmente, esperar una cuenta
regresiva, pero no una que acabase con mi vida, sino una que le diese un nuevo
sentido y un nuevo horizonte.
No podía terminar con el asunto
de las despedidas, siempre inventándome cierto tipo de falta de tiempo y ganas.
Y es que a mí se me hace difícil despedirme hasta de quien recién conozco.
Sentía que el tiempo no pasaba como debería, pero no era así. En realidad, los
minutos se me escurrían como agua entre los dedos.
Fue durante esos días que la
noticia del secuestro del pequeño Ramiro Castillo se me presentó como la
ruptura del paradigma al que ya me venía acostumbrando.
Ramiro Castillo era un muchacho de
12 años. Siempre lo había visto como la antítesis de lo que yo había sido a su
edad. Un muchacho que, a pesar de las condiciones del lugar donde vivía, había
sabido salir adelante con el escaso apoyo de su familia y logrado ser un
deportista reconocido. Y sí, el ajedrez es un deporte, por si te pensabas lo
contrario.
Las noticias de la localidad se volcaron
a cubrir el secuestro del chico durante la semana siguiente. Se decía que había
sido un ajuste de cuentas entre pandillas rivales. ¿No lo había mencionado? El
papá de Ramiro era un avezado delincuente líder de una de las pandillas más
peligrosas que operaba en Santa María de la Redención.
Sí, no me lo digas…es el nombre
más irónico concebido jamás para tratarse de un asentamiento humano.
Con todo y eso, Ramiro Castillo
no había elegido seguir los pasos de su padre, sin embargo, resultaba un premio
gordo en una transacción peligrosa.
“Genial”, me dirás, “¿Y todo esto
que tiene que ver contigo?”
No mucho, en realidad. No tiene
mucho que ver con la situación en la que se encuentra mi vida ahora. No tiene
nada que ver con mi paz, con mi tranquilidad. Con la inminente llegada de mi
nuevo futuro. No, no tiene nada que ver con eso.
Y al mismo tiempo, tiene que ver
con aquella parte de mi vida que día tras día luchaba desesperadamente por
enterrar en el frondoso bosque de mis recuerdos. Aquella vida que había
consumido mi existencia como una tenue vela encendida durante la noche.
En otro momento, seguramente que
habría hecho algo. ¡Cuál algo! De seguro yo habría encontrado al chico. Ya lo
había hecho antes, él quizás no lo recordaba…o a lo mejor sí. Después de todo,
no siempre te rescata un hombre enmascarado vestido de negro y con voz de
ultratumba.
Esas son cosas que no se olvidan
solo porque sí.
Pero esos eran retazos olvidados
de otra persona que intentaba no ser yo. De un ser que había consumido mi vida
poco a poco, de un ser que me miraba desde un oscuro rincón de mi ser,
aguardando, sigiloso, al menor descuido. Las pesadillas por las noches eran la
prueba de ello. Uno puede engañar a la gente, pero no puedes engañarte a ti
mismo.
Su rostro, blanco, inexpresivo y
con los orificios que llevaba en lugar de ojos. Una máscara que había
representado tantas cosas en el pasado y que ahora solo representaba todas mis
derrotas y toda aquella gente a quien le había fallado.
Todas las personas que había
perdido y todo el tiempo que había desperdiciado.
No era la vida que uno quisiera
para sí mismo, ¿verdad? Y aunque suene disparatado, en cuanto supe del
secuestro del pequeño Ramiro Castillo, supe que faltaba muy poco para que yo
terminara involucrándome en la situación.
Era solo cuestión de tiempo.
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