Él la quiso. ¡Dios si la
quiso!
Ella lo quiso. ¡Vaya si
lo quiso!
Es curioso como a veces
lo único que debería bastar y ser suficiente, no lo es.
No es una de esas
historias bonitas en las que hay un beso y una declaración de amor. La de ellos
fue una historia bonita, de esas de verdad. Aquellas en las que quieres con el
corazón en la mano, con lo mejor de uno. No hubo besos ni caricias. Mucho menos
abrazos ni susurros tiernos en la oscuridad.
Nunca hubo nada de eso.
Él se dormía mirando la
pantalla del teléfono. Veía su nombre y debajo aparecía un solemne
“Escribiendo…”. Sus ojos le ganaban la batalla por no cerrarse, pero él parecía
inmolarse en una lucha eterna por no caer en las fauces de aquel sueño
tentador, aquel que le mostraba el rostro de ella. Un nirvana infinito que
terminaba tal y como comenzó.
Con el sonido de la
alarma anunciándole un nuevo día que comenzaba.
Ella lo recordaba a
través del cristal que daba a la calle en un asiento de transporte público,
mientras viajaba a un destino imaginario. Hubiera deseado que él estuviese a su
lado, diciéndole todas esas cosas maravillosas que acompañaban a sus mensajes
junto con algunos emoticonos y signos de exclamación. Porque a veces tanto
cariño no cabe en un “<3”. Hubiera querido recostarse en su hombro y soñar
con esa tranquilidad que él le prometía.
Pero era un sueño, era
una fantasía que ambos habían construido en complicidad.
Era un refugio al que
corrían al sentir la pesadumbre de la cotidianeidad. Un nido de amor virtual en
el que jamás podrían rozar sus labios ni tocar sus rostros con las yemas de los
dedos. Un pequeño espacio que no existía realmente como tal. Separados por un
“Escribiendo…”, las promesas más eternas y sinceras se erigían como columnas de
un templo en el que los únicos dioses eran ellos.
No había realidad, pero
aquello era más real de lo que alguna vez hubieran podido imaginar.
Él la quiso y ella lo
quiso, ¿Qué fue lo que sucedió, entonces?
Él la imaginaba mientras
garabateaba un dibujo inexpresivo en su cuaderno de apuntes. Un maestro
hablaba, pero eran palabras lejanas. Él trataba de recordar el sonido de su
voz, un audio de menos de un minuto. “Te quiero”, había dicho ella y la
explosión de felicidad en su pecho había sido irreprimible. Ahora trataba de
aferrarse a ese recuerdo, pero se le escapaba entre las frivolidades en las que
se encontraba sumergido.
La nostalgia amenazaba
con carcomerlo desde el interior. Porque se puede luchar contra cualquier
obstáculo, menos contra la pena.
Ella no sabía que
responder cuando él lanzaba esas manifestaciones descaradas de cariño bueno. A
veces se abrumaba. Sabía que lo quería, sabía lo que él valía. Pero también
sabía lo que ella valía y no le parecía que lo mereciera. A veces solo hubiera
querido correr y abrazarlo, sentirse segura al compás de los latidos de su
corazón, ahí, repicando por ella. Saltando jubilosamente solo al contemplar su
rostro. Tan solo eso pudo haber sido suficiente.
Pero su determinación no
era tan fuerte como sus sentimientos por él.
A veces imaginaban una
vida, juntos. Una en la que eran felices. Ella sonreía, con esa hermosa sonrisa
de portada y él, cuanto no menos, hacía el esfuerzo. Porque siempre supo que
ella estaba fuera de su liga, pero ella le había tendido unas exquisitas
escaleras imaginarias que lo habían colocado justo donde necesitaba estar. A su
lado. Por y para ella, justo donde ella quería que estuviese.
Imaginaban, soñaban y
compartían. Dos almas enamoradas que no hacían más que quererse la una a la
otra. Tal vez fue eso, quizás fue que debieron hacer más que solo querer.
Una canción sonaba en sus
oídos y él cerraba los ojos. Se imaginaba a su lado. Bailaba suavemente. La
llevaba, cual gala importantísima, lentamente por la cintura. Giraban, ella
sonreía. ¡Dios! ¡Qué no hubiera hecho por esa sonrisa! El compás que marcaba la
música era de esos que desearías que nunca se termine.
Como aquellos sueños de
los que nunca quieres despertar.
Ella solo reía así con
él. Le faltaba su presencia, pero no estaba segura de desearla. ¿Qué lo hacía
diferente? Algo raro le pasaba, algo que a ella no le había sucedido en mucho
tiempo. Nunca había visto su rostro y, ciertamente, había visto otros mejores.
Pero era él. Con sus tonterías, con sus comentarios inoportunos, con su forma
de quererla, con su forma de inmolarse, con su virtud y su gracia que le
estaban ganando una guerra que se rehusaba a perder.
Era un juego peligroso, y
él había comenzado a llevarle la delantera.
Nunca hubo nada, pero
igual y lo tuvieron todo. El mundo pudo haber sido de ambos. Eran jóvenes, eran
ellos y no importaba nada más. Él solo hubiera querido pedirle que lo recuerde
como lo que fue en su vida. Aquel que nunca estuvo pero que nunca le faltó.
Ella solo hubiera querido decirle que no sea tan “él”, que la vida no era un
idilio, que el amor no es como en las películas.
Pero luego venía él y le
prometía el mundo, y por alguna razón extraña, no parecía una mentira. No podía
serlo, incluso aunque ella no se lo hubiera imaginado. Desde la soledad de su
habitación, él se dedicó a construir un castillo imaginario para ella, solo
para ella. Un castillo que solo podía ser habitado por ambos. Nunca entró,
nunca hubiera podido hacerlo solo. Todo estaba listo, solo faltaba ella.
Siempre faltaba ella.
Ella besaba otros labios,
pero imaginaba a qué le habrían sabido los de él. Tomaba otras manos entre sus
manos y tocaba otros rostros con las yemas de sus dedos. Y prometía futuros
infinitos y sentimientos malditos a otros.
Pero en un rincón de su
alma, se imaginaba prometiéndoselos a él.
Él no besaba otros labios
hacía un buen tiempo ya. Había olvidado lo que era sentir la calidez de un
cuerpo femenino tendido junto al suyo. La cama se le hacía un océano inmenso en
el que hasta su soledad lo abandonaba. A veces pensaba en ella y en todo lo que
le había prometido. Hubiera querido escribirle, pero ya no era lo mismo.
Él no era el mismo y
ahora tenía que dedicarse a destruir ese castillo de sueños que había erigido a
una musa a la que había abandonado.
Porque la vida toma
rumbos extraños, pero válidos. Y te golpea.
Y te enseña.
Pero te duele.
Alguien te dice que el tiempo
cura todas las heridas. Pero ¿qué haces si es que no fuera así?
Aprendes a cargar con él
todos los días de tu vida. Aprendes que a veces no tienes que ganar, solo
tienes que sobrevivir.
Ella lo aprendió, ella
fue fuerte.
Él también lo aprendió.
Él no era fuerte, pero era un luchador.
A veces se recordaban el
uno al otro y la nostalgia rondaba por sus mentes. “Uno nunca olvida, simplemente
deja de recordar”, le había dicho él. Mientras ella prefería no pensar en sus
palabras aferrándose a otros brazos que le prometían curar todas sus heridas.
Y es que el amor es una
de esas heridas que nunca cicatrizan.
Él la quiso. ¡Dios si la
quiso!
Ella lo quiso. ¡Vaya si
lo quiso!
Debió ser suficiente.
Hubieran querido que lo sea.
Pero no lo fue.
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