jueves, 3 de septiembre de 2015

Lo que no se puede imaginar

Habíase cumplido todo lo que ellas dijeron que pasaría.

No podía ser de otra forma. Aquello tenía que acabar para bien o para mal. Y, ciertamente, ya había terminado para mal en un primer momento.

Ahora era mi turno.

Aquella noche tenía un sabor distinto. No podía precisar qué era con exactitud. Tal vez el hecho de que se habían acabado las bromas, o de repente las pocas posibilidades de éxito con las que la afrontaba, y eso que mis posibilidades siempre habían sido reducidas. Solo que esta vez sí era mucho peor.

Era una misión suicida. Un suicidio posterior a una muerte.

Como si no hubiera sido suficiente con morir y ver todos mis miedos convertidos en realidad, ahí estaba yo, solo, sin ninguna voz en mi cabeza, solo con mi intención fija en lo que sabía que tenía que hacer.

Tenía que cruzar mis propios límites y encontrarme con el hombre que sería después de esa noche.

Pero aun así, era difícil.

Después de ver a personas importantes para mí atravesando de primera mano las consecuencias directas de lo que había empezado hace casi diez años, después de ver el sufrimiento intencional al que las había sometido, la desesperación, el dolor, la pena.

Uno no se repone a eso solo porque sí. Ni mucho menos se enfrenta a su fin con todo ese equipaje emocional.

Pues bien, ahí me encontraba yo, a punto de hacerlo.

O de intentarlo, al menos.

No había sido sencillo sobreponerme a todo lo que había experimentado en los últimos días, no estaba seguro de haberme repuesto de los golpes, ni físicos ni emocionales, lo suficiente como para embarcarme en otra misión de este tipo.

Pensaba en esto mientras saltaba de un techo a otro. Corría y sentía el viento colarse por entre los agujeros de la máscara; susurrándome, advirtiéndome.

Te quiero mucho”, había dicho aquella que se convirtió en mi impulso. Mientras nos separábamos entre el grupo de amigos, atiné a pensar que nada sería lo mismo si regresaba con vida. 

¿Cómo podría serlo? ¿Cómo podía mirar a la cara a todas esas personas que habían sufrido por mí? ¿Sufrirían por mí o por el hombre en el que estaba a punto de convertirme? Mi alma estaba condenada desde el primer momento que puse una máscara sobre mi rostro y yo había aceptado esa condena aún a sabiendas del precio que tenía que pagar.

¿Me quería? ¿Era eso posible? Tal vez lo era. Delia pudo hacerlo en algún momento de su vida y aquella que criaba a los perros pequeños también lo había hecho desinteresadamente. Sin embargo, esto iba más allá de mí, de ella, de cualquiera de nosotros. Todos me habían dejado ir con la esperanza de volver a verme, ¿quién era yo para decirles que quizás y no regrese más? ¿Quién me creía para hacerlos pasar, no una, sino dos veces por aquella tortura del adiós anticipado?

Yo no podía querer y al correr, dejando atrás mis temores; al saltar, evitando mirar al vacío monstruoso que se abría ante mí; al pensar en todas estas cosas, terminaba por darme cuenta que mi vida era una ecuación imposible, puesto que aquellas personas me habían querido como la persona que era debajo de la máscara, pero también por quien era con ella puesta y, sin embargo, no podían estar conmigo porque era ambas personas al mismo tiempo. Ya me lo habías advertido, Delia y no quise escucharte, que la mujer que estuviese dispuesta a quedarse a mi lado tendría que ser ejemplo de fortaleza y templanza. Que mientras la mayoría de féminas en la ciudad esperaban una rosa, un detalle o un “te quiero” vacío y carente de emoción, aquella que me eligiese tendría que vivir con la angustia de saber si iba a regresar, y si regresaba, ¿cómo iba a hacerlo? ¿En una bolsa para cadáveres? ¿Mutilado? ¿Ensangrentado? ¿Mentalmente inestable?

Yo lo sabía, pero no quise aceptarlo. Quise cubrir mis debilidades disfrazándolas de amor, quise llenar mis vacíos, forzándome a mí mismo a sentir cosas que me eran ajenas pero no imposibles. No solo me bastó con colocar una máscara sobre mi rostro, sino que también disfracé a mi corazón, llenándolo con esperanzas vacías y superfluas. Con promesas que de antemano sabía que iba a romper.

Y aquella otra también lo sabía, esa que se había convertido en mi conciencia, en mi confidente nocturna y en mi conforte. Lo sabía a través de esas miradas furtivas y condenatorias que me lanzaba mientras celebrábamos mi resurrección. Lo sabía en los abrazos inseguros que me había dado, “como quien se sabe abrazando a un cadáver andante”, porque algo en su corazón le decía que yo ya había tomado la decisión que acabaría con absolutamente todo y no había marcha atrás. Que sería como una “espiral descendente que se llevaría lo mejor de nuestra vida y de paso se llevaría la mía”. Y que solo tendría un asiento en primera fila para contemplar el final.

Pienso en todo esto, cuando por fin, me encuentro ante la última “casa” en la recta de perdición y muerte que me había tocado cruzar.

Desciendo sigilosamente por el poste de luz más cercano. Ya en el suelo, me arrodillo y rebusco entre las cosas que había traído en aquella mochila vieja. Todo en orden. Extraigo una botella de cerveza de la media docena que he traído conmigo y una tira de papel periódico.

Tras destaparla, remuevo la máscara de mi rostro y bebo un sorbo.

“Todo en orden, sigo odiando la cerveza”, recuerdo haber pensado.

Coloqué mi rostro sobre la pantomima de careta que había usado toda la tarde y enrollé cuidadosamente el periódico para luego introducirlo en la botella.

“No vayas, huevón… ¡Quédate!”

La voz de aquella que alguna vez fue mi segunda conciencia me dolió en el fondo del corazón. Aunque no lo supiese, esto era por ella también, aunque no le fuera a entender nunca. Tenía que terminarse. Por completo.

“Pero hay algo que siempre trataste de negar y es que nosotros no somos buenas personas. ¿No estás cansado de vivir pretendiendo ser alguien quien no eres? ¿Ocultándote tras una máscara?”

Me lo había dicho Jorge instantes antes de morir. ¿Tenía razón? ¿Era acaso solo un pretendiente que ocultaba quien era en realidad?

Pues era momento de averiguarlo.

Saqué de la mochila una capucha negra, aquella que me había acompañado en tantas batallas. Lista una vez más, para el que prometía ser, quizás, el inminente final. La puse con cuidado de no forzar mis casi destruidas costillas. Evitándome un poco el dolor.

Finalmente, saqué aquel cinturón que amarraba cada noche a mí cintura. Con las cinco hermanas que noche tras noche se aseguraban de que regrese con vida a mi hogar. Porque uno siempre regresa a su hogar, me lo dijiste tú, Delia, y no pasa una sola noche sin que lo recuerde.

Amarré el cinturón a mi figura y colgué la mochila en mi hombro. Botella de cerveza en mano, con la otra, extraje del bolsillo de mi pantalón un pequeño encendedor, herencia de quien en vida había sido mi mejor amigo. Con mucho cuidado, prendí la improvisada mecha que había fabricado tan solo un minuto antes.

La hora había llegado.

“Eres el pretendiente adecuado, pero no ahora…”, había dicho aquella que había derramado tantas lágrimas por mí.

Mi mente intentaba distraerme, disuadirme mostrándome recuerdos selectos de momentos en los que había podido ser, de alguna manera extraña, feliz.

“Es como si cuando prometes algo, tuvieses que cumplirlo. Como si las fuerzas salieran de esa misma promesa. Que el hecho de haberlo prometido, te da la fortaleza necesaria para cumplirlo”, me dijo aquella otra que me juntó los pedazos en un abrazo.

Basta.

No más distracciones. En este momento solo una sola cosa importa.

“Es como si quisieras llenar un vacío que básicamente creo que es falta de cariño”

No puedo tirarme para atrás

“Algún día vas a dejar todo esto en el pasado, porque ahí es donde pertenece, porque eres fuerte y porque pase lo que pase, vas a seguir luchando”

Perdóname, Delia. Voy a romper la única promesa que había mantenido aun después de que te fuiste.

Agarrando con firmeza la botella que tenía en la mano, la lanzo con toda la fuerza de la que dispuse en ese instante. Impactó contra una luna de la casa vieja, rompiéndola.

Lo siguiente fue el fuego.

Nunca tuvimos una buena relación, especialmente después de que aquel mismo fuego destruyo los últimos vestigios de inocencia que me quedaban.

Curioso. En un primer incendio te perdí, Delia. Una de las personas más importantes en mi vida. Ahora, con un segundo incendio, me perdía a mí mismo.

Los gritos y los improperios estallaron tan solo un instante después de que el fuego comenzó a extenderse. Me acerqué a la puerta de la casa y, reuniendo toda la fuerza que me quedaba, la empuje con una patada. No puso resistencia y me encontré en aquel lugar, donde tan solo días antes había sido torturado.

El panorama era casi el mismo. El humo empezaba a invadir los cuartos. No divisaba a nadie alrededor.

De repente, un impacto, seguido del sonido de una madera rompiéndose, me tumbó al suelo. Inteligente, había roto una silla en mi hombro. Caí de bruces, mientras anticipándome a su siguiente movimiento, me tiré hacia uno de mis costados.

Me puse en pie rápidamente, y saqué una de las cuchillas atadas a mi cintura. Esa noche no había trucos, no había chistes. Se acabó. Se equivocaron de sujeto. Nadie se metía con la gente que me importaba y se salía con la suya.

El hombre que tenía frente a mí era bajo, se acercó de un brinco a mí y conectó un gancho en mi costado derecho. El dolor se extendió por todo mi pecho, pero pude contenerlo. Tenía que.

Lo tomé por el cuello y girando la mano que sostenía la cuchilla, la clavé en su pierna izquierda. Un grito de dolor. Inmediatamente después, la clavé en la otra pierna. El hombre cayó al piso, retorciéndose de dolor.

El calor se incrementaba y el aire se agotaba. Tenía que acabar con eso pronto.

Una ráfaga de disparos me sacó de mis pensamientos. Con las justas, pude agacharme y ponerme a buen recaudo detrás de una improvisada y vieja mesa casi al costado del tipo que se quejaba de dolor en el suelo.

-¿Dónde estás, maldito? – La voz ahogada de uno de los sujetos, producto del humo. Era perceptible su desesperación.

-Tú búscalo por el otro lado – El otro estaba igual de ansioso que su compañero.

No tengo tiempo para esto.

Saliendo de mi escondite, los sorprendí por delante. Tan solo un momento antes de que el primero pueda dispararme, le arrojé mi cuchilla, que terminó por incrustarse en su abdomen.

El herido soltó la pistola que cayó al piso en un segundo que se me hizo eterno.

El otro solo atinaba a mirar atónito lo que ocurría a unos centímetros de él. No tuvo tiempo de reaccionar cuando ya estaba frente a él. Agachándome, levanté en vilo el peso de su cuerpo, haciendo caso omiso al dolor que sentía el mío. Lo tuve en el aire unos segundos y después, lo tiré contra el piso.

Los músculos los tenía en llamas, sentía uno que otro hueso astillado y hasta roto, tal vez. Mis piernas estaban débiles y mis brazos amenazaban con desprenderse de mi cuerpo. Con todo y esto, tuve fuerzas para arrodillarme y tomar la pistola que se encontraba al costado del que había apuñalado en el abdomen.

Me acerqué al hombre tendido en el piso y, apuntando a sus piernas, le disparé.

Contemplé el escenario a mí alrededor por un momento. Aquello era más de lo que alguna vez había imaginado.

Me dirigí hacia las escaleras, sabiendo que arriba estaría esperándome aquel al que había venido a ver.

-No vas…no vas a…salir vivo de esta, maldito – Musitó el que había incapacitado primero.

Le dirigí una mirada fría, aun para un tipo con máscara.

-Ese es el punto – Le respondí.

Podría narrar como terminé con los otros nueve o diez sujetos que se interpusieron en mi camino. Todos enviados por ese único que me interesaba enfrentar. Podría detallar los pormenores del sufrimiento de esos pobres diablos, después de todo, hasta ahora lo recuerdo. Sus gritos me persiguen durante el día y me torturan por la noche cuando duermo. Ahora ya no tendría sentido. Esto no lo relato para alimentar el gore acerca de lo que soy, era o seré. Sino para liberarme de estas cadenas que he llevado durante tanto tiempo. Para dejarlas atrás.

Por eso me concentraré en aquel que importa.

Aquel que fue capaz de matarme. A mí, junto con todo lo que había construido hasta ese momento.

Cuando terminé con el último desgraciado compinche. El fuego ya se había extendido a toda la vieja casa. Las lenguas de fuego ardían y se abrían paso a través de las cortinas, ventanas y todo el rústico mobiliario. Por un momento temí que el hombre que tenía que ver hubiera escapado. Eso habría hecho que todo aquello hubiera sido un acto inútil. Sin embargo, luego deseché aquel pensamiento. Él era demasiado confiado y estaba demasiado seguro de que acabaría conmigo como para simplemente echarse para atrás.

Tumbé la última puerta que no había sido consumida por el fuego y ahí estaba él, sentando, esperando paciente. Me vio y me dedicó una sonrisa de oreja a oreja, seguida de una carcajada.

-¿Sabes que no terminaba de creerme que fueras tú? – Dijo, inhalando aire y tosiendo, debido a que ya no quedaba casi nada – Eres realmente muy persistente, ¿no?

Silencio. Solo se escuchaba un quejido ininteligible entremezclado con el ruido que provocaban las llamas.

Él prosiguió.

-Entonces… ¿Supongo que has venido a matarme, verdad?

Aquel cuarto parecía el más descuidado de todos los que había rebuscado, una vieja mesa de centro que se incendiaba de a pocos y unas pocas sillas distribuidas disparejamente a su alrededor. Las paredes empezaban a calcinarse y a emanar una nube de humo que pretendía ocultar lo que estaba a punto de suceder.

-No – Al resonar en mi pecho, el sonido de mi voz me provocó una oleada de dolor – He venido aquí a terminar esto.

Lanzó una risotada burlona de nuevo. Yo estaba seguro de que él se sentía superior a mí en todos los sentidos posibles y la verdad era que lo había sido, pero ahora las cosas tenían que ser distintas.

-¿Acaso no es lo mismo? – Preguntó, alzando una ceja.

-No lo es. Te equivocaste conmigo, Velarde – Mi voz se estaba convirtiendo en apenas un murmullo – A pesar de todo, no puedo irme sin acabar con todo.

Se puso de pie, sin ninguna prisa. Las llamas consumen las cortinas enganchadas a la ventana del claustro en el que nos encontramos. Hambrientas, ajenas al drama.

-Pues entonces, acabemos con esto. No tengo intención de morir calcinado hoy.

El fuego consumiéndolo todo, mis manos temblorosas, su sonrisa de suficiencia.

Algo malo está a punto de pasar.


Y no sé si estoy listo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario