Habíase cumplido todo lo que
ellas dijeron que pasaría.
No podía ser de otra forma.
Aquello tenía que acabar para bien o para mal. Y, ciertamente, ya había
terminado para mal en un primer momento.
Ahora era mi turno.
Aquella noche tenía un sabor
distinto. No podía precisar qué era con exactitud. Tal vez el hecho de que se
habían acabado las bromas, o de repente las pocas posibilidades de éxito con
las que la afrontaba, y eso que mis posibilidades siempre habían sido reducidas.
Solo que esta vez sí era mucho peor.
Era una misión suicida. Un
suicidio posterior a una muerte.
Como si no hubiera sido
suficiente con morir y ver todos mis miedos convertidos en realidad, ahí estaba
yo, solo, sin ninguna voz en mi cabeza, solo con mi intención fija en lo que
sabía que tenía que hacer.
Tenía que cruzar mis propios
límites y encontrarme con el hombre que sería después de esa noche.
Pero aun así, era difícil.
Después de ver a personas
importantes para mí atravesando de primera mano las consecuencias directas de
lo que había empezado hace casi diez años, después de ver el sufrimiento
intencional al que las había sometido, la desesperación, el dolor, la pena.
Uno no se repone a eso solo
porque sí. Ni mucho menos se enfrenta a su fin con todo ese equipaje emocional.
Pues bien, ahí me encontraba yo,
a punto de hacerlo.
O de intentarlo, al menos.
No había sido sencillo
sobreponerme a todo lo que había experimentado en los últimos días, no estaba
seguro de haberme repuesto de los golpes, ni físicos ni emocionales, lo
suficiente como para embarcarme en otra misión de este tipo.
Pensaba en esto mientras saltaba
de un techo a otro. Corría y sentía el viento colarse por entre los agujeros de
la máscara; susurrándome, advirtiéndome.
“Te quiero mucho”, había dicho aquella que se convirtió en mi
impulso. Mientras nos separábamos entre el grupo de amigos, atiné a pensar que
nada sería lo mismo si regresaba con vida.
¿Cómo podría serlo? ¿Cómo podía
mirar a la cara a todas esas personas que habían sufrido por mí? ¿Sufrirían por
mí o por el hombre en el que estaba a punto de convertirme? Mi alma estaba
condenada desde el primer momento que puse una máscara sobre mi rostro y yo
había aceptado esa condena aún a sabiendas del precio que tenía que pagar.
¿Me quería? ¿Era eso posible? Tal
vez lo era. Delia pudo hacerlo en algún momento de su vida y aquella que criaba
a los perros pequeños también lo había hecho desinteresadamente. Sin embargo,
esto iba más allá de mí, de ella, de cualquiera de nosotros. Todos me habían
dejado ir con la esperanza de volver a verme, ¿quién era yo para decirles que
quizás y no regrese más? ¿Quién me creía para hacerlos pasar, no una, sino dos
veces por aquella tortura del adiós anticipado?
Yo no podía querer y al correr,
dejando atrás mis temores; al saltar, evitando mirar al vacío monstruoso que se
abría ante mí; al pensar en todas estas cosas, terminaba por darme cuenta que
mi vida era una ecuación imposible, puesto que aquellas personas me habían
querido como la persona que era debajo de la máscara, pero también por quien
era con ella puesta y, sin embargo, no podían estar conmigo porque era ambas
personas al mismo tiempo. Ya me lo habías advertido, Delia y no quise
escucharte, que la mujer que estuviese dispuesta a quedarse a mi lado tendría
que ser ejemplo de fortaleza y templanza. Que mientras la mayoría de féminas en
la ciudad esperaban una rosa, un detalle o un “te quiero” vacío y carente de
emoción, aquella que me eligiese tendría que vivir con la angustia de saber si
iba a regresar, y si regresaba, ¿cómo iba a hacerlo? ¿En una bolsa para
cadáveres? ¿Mutilado? ¿Ensangrentado? ¿Mentalmente inestable?
Yo lo sabía, pero no quise
aceptarlo. Quise cubrir mis debilidades disfrazándolas de amor, quise llenar
mis vacíos, forzándome a mí mismo a sentir cosas que me eran ajenas pero no
imposibles. No solo me bastó con colocar una máscara sobre mi rostro, sino que
también disfracé a mi corazón, llenándolo con esperanzas vacías y superfluas.
Con promesas que de antemano sabía que iba a romper.
Y aquella otra también lo sabía,
esa que se había convertido en mi conciencia, en mi confidente nocturna y en mi
conforte. Lo sabía a través de esas miradas furtivas y condenatorias que me
lanzaba mientras celebrábamos mi resurrección. Lo sabía en los abrazos
inseguros que me había dado, “como quien
se sabe abrazando a un cadáver andante”, porque algo en su corazón le decía
que yo ya había tomado la decisión que acabaría con absolutamente todo y no
había marcha atrás. Que sería como una “espiral
descendente que se llevaría lo mejor de nuestra vida y de paso se llevaría la
mía”. Y que solo tendría un asiento en primera fila para contemplar el
final.
Pienso en todo esto, cuando por
fin, me encuentro ante la última “casa” en la recta de perdición y muerte que
me había tocado cruzar.
Desciendo sigilosamente por el
poste de luz más cercano. Ya en el suelo, me arrodillo y rebusco entre las
cosas que había traído en aquella mochila vieja. Todo en orden. Extraigo una
botella de cerveza de la media docena que he traído conmigo y una tira de papel
periódico.
Tras destaparla, remuevo la
máscara de mi rostro y bebo un sorbo.
“Todo en orden, sigo odiando la cerveza”, recuerdo haber pensado.
Coloqué mi rostro sobre la
pantomima de careta que había usado toda la tarde y enrollé cuidadosamente el
periódico para luego introducirlo en la botella.
“No vayas, huevón… ¡Quédate!”
La voz de aquella que alguna vez
fue mi segunda conciencia me dolió en el fondo del corazón. Aunque no lo
supiese, esto era por ella también, aunque no le fuera a entender nunca. Tenía
que terminarse. Por completo.
“Pero hay algo que siempre trataste de negar y es que nosotros no somos
buenas personas. ¿No estás cansado de vivir pretendiendo ser alguien quien no
eres? ¿Ocultándote tras una máscara?”
Me lo había dicho Jorge instantes
antes de morir. ¿Tenía razón? ¿Era acaso solo un pretendiente que ocultaba
quien era en realidad?
Pues era momento de averiguarlo.
Saqué de la mochila una capucha
negra, aquella que me había acompañado en tantas batallas. Lista una vez más,
para el que prometía ser, quizás, el inminente final. La puse con cuidado de no
forzar mis casi destruidas costillas. Evitándome un poco el dolor.
Finalmente, saqué aquel cinturón
que amarraba cada noche a mí cintura. Con las cinco hermanas que noche tras
noche se aseguraban de que regrese con vida a mi hogar. Porque uno siempre
regresa a su hogar, me lo dijiste tú, Delia, y no pasa una sola noche sin que
lo recuerde.
Amarré el cinturón a mi figura y
colgué la mochila en mi hombro. Botella de cerveza en mano, con la otra,
extraje del bolsillo de mi pantalón un pequeño encendedor, herencia de quien en
vida había sido mi mejor amigo. Con mucho cuidado, prendí la improvisada mecha
que había fabricado tan solo un minuto antes.
La hora había llegado.
“Eres el pretendiente adecuado, pero no ahora…”, había dicho
aquella que había derramado tantas lágrimas por mí.
Mi mente intentaba distraerme,
disuadirme mostrándome recuerdos selectos de momentos en los que había podido
ser, de alguna manera extraña, feliz.
“Es como si cuando prometes
algo, tuvieses que cumplirlo. Como si las fuerzas salieran de esa misma
promesa. Que el hecho de haberlo prometido, te da la fortaleza necesaria para
cumplirlo”, me dijo aquella
otra que me juntó los pedazos en un abrazo.
Basta.
No más distracciones. En este momento solo una sola cosa importa.
“Es como si quisieras llenar
un vacío que básicamente creo que es falta de cariño”
No puedo tirarme para atrás
“Algún día vas a dejar todo
esto en el pasado, porque ahí es donde pertenece, porque eres fuerte y porque
pase lo que pase, vas a seguir luchando”
Perdóname, Delia. Voy a romper la única promesa que había mantenido aun
después de que te fuiste.
Agarrando con firmeza la botella
que tenía en la mano, la lanzo con toda la fuerza de la que dispuse en ese
instante. Impactó contra una luna de la casa vieja, rompiéndola.
Lo siguiente fue el fuego.
Nunca tuvimos una buena relación,
especialmente después de que aquel mismo fuego destruyo los últimos vestigios
de inocencia que me quedaban.
Curioso. En un primer incendio te
perdí, Delia. Una de las personas más importantes en mi vida. Ahora, con un
segundo incendio, me perdía a mí mismo.
Los gritos y los improperios
estallaron tan solo un instante después de que el fuego comenzó a extenderse.
Me acerqué a la puerta de la casa y, reuniendo toda la fuerza que me quedaba,
la empuje con una patada. No puso resistencia y me encontré en aquel lugar,
donde tan solo días antes había sido torturado.
El panorama era casi el mismo. El
humo empezaba a invadir los cuartos. No divisaba a nadie alrededor.
De repente, un impacto, seguido
del sonido de una madera rompiéndose, me tumbó al suelo. Inteligente, había
roto una silla en mi hombro. Caí de bruces, mientras anticipándome a su
siguiente movimiento, me tiré hacia uno de mis costados.
Me puse en pie rápidamente, y
saqué una de las cuchillas atadas a mi cintura. Esa noche no había trucos, no había
chistes. Se acabó. Se equivocaron de sujeto. Nadie se metía con la gente que me
importaba y se salía con la suya.
El hombre que tenía frente a mí
era bajo, se acercó de un brinco a mí y conectó un gancho en mi costado
derecho. El dolor se extendió por todo mi pecho, pero pude contenerlo. Tenía
que.
Lo tomé por el cuello y girando
la mano que sostenía la cuchilla, la clavé en su pierna izquierda. Un grito de
dolor. Inmediatamente después, la clavé en la otra pierna. El hombre cayó al
piso, retorciéndose de dolor.
El calor se incrementaba y el
aire se agotaba. Tenía que acabar con eso pronto.
Una ráfaga de disparos me sacó de
mis pensamientos. Con las justas, pude agacharme y ponerme a buen recaudo
detrás de una improvisada y vieja mesa casi al costado del tipo que se quejaba
de dolor en el suelo.
-¿Dónde estás, maldito? – La voz
ahogada de uno de los sujetos, producto del humo. Era perceptible su
desesperación.
-Tú búscalo por el otro lado – El
otro estaba igual de ansioso que su compañero.
No tengo tiempo para esto.
Saliendo de mi escondite, los
sorprendí por delante. Tan solo un momento antes de que el primero pueda
dispararme, le arrojé mi cuchilla, que terminó por incrustarse en su abdomen.
El herido soltó la pistola que
cayó al piso en un segundo que se me hizo eterno.
El otro solo atinaba a mirar
atónito lo que ocurría a unos centímetros de él. No tuvo tiempo de reaccionar
cuando ya estaba frente a él. Agachándome, levanté en vilo el peso de su
cuerpo, haciendo caso omiso al dolor que sentía el mío. Lo tuve en el aire unos
segundos y después, lo tiré contra el piso.
Los músculos los tenía en llamas,
sentía uno que otro hueso astillado y hasta roto, tal vez. Mis piernas estaban
débiles y mis brazos amenazaban con desprenderse de mi cuerpo. Con todo y esto,
tuve fuerzas para arrodillarme y tomar la pistola que se encontraba al costado
del que había apuñalado en el abdomen.
Me acerqué al hombre tendido en
el piso y, apuntando a sus piernas, le disparé.
Contemplé el escenario a mí
alrededor por un momento. Aquello era más de lo que alguna vez había imaginado.
Me dirigí hacia las escaleras,
sabiendo que arriba estaría esperándome aquel al que había venido a ver.
-No vas…no vas a…salir vivo de
esta, maldito – Musitó el que había incapacitado primero.
Le dirigí una mirada fría, aun
para un tipo con máscara.
-Ese es el punto – Le respondí.
Podría narrar como terminé con
los otros nueve o diez sujetos que se interpusieron en mi camino. Todos enviados
por ese único que me interesaba enfrentar. Podría detallar los pormenores del
sufrimiento de esos pobres diablos, después de todo, hasta ahora lo recuerdo.
Sus gritos me persiguen durante el día y me torturan por la noche cuando
duermo. Ahora ya no tendría sentido. Esto no lo relato para alimentar el gore
acerca de lo que soy, era o seré. Sino para liberarme de estas cadenas que he
llevado durante tanto tiempo. Para dejarlas atrás.
Por eso me concentraré en aquel
que importa.
Aquel que fue capaz de matarme. A
mí, junto con todo lo que había construido hasta ese momento.
Cuando terminé con el último
desgraciado compinche. El fuego ya se había extendido a toda la vieja casa. Las
lenguas de fuego ardían y se abrían paso a través de las cortinas, ventanas y
todo el rústico mobiliario. Por un momento temí que el hombre que tenía que ver
hubiera escapado. Eso habría hecho que todo aquello hubiera sido un acto
inútil. Sin embargo, luego deseché aquel pensamiento. Él era demasiado confiado
y estaba demasiado seguro de que acabaría conmigo como para simplemente echarse
para atrás.
Tumbé la última puerta que no
había sido consumida por el fuego y ahí estaba él, sentando, esperando
paciente. Me vio y me dedicó una sonrisa de oreja a oreja, seguida de una
carcajada.
-¿Sabes que no terminaba de
creerme que fueras tú? – Dijo, inhalando aire y tosiendo, debido a que ya no
quedaba casi nada – Eres realmente muy persistente, ¿no?
Silencio. Solo se escuchaba un
quejido ininteligible entremezclado con el ruido que provocaban las llamas.
Él prosiguió.
-Entonces… ¿Supongo que has
venido a matarme, verdad?
Aquel cuarto parecía el más
descuidado de todos los que había rebuscado, una vieja mesa de centro que se
incendiaba de a pocos y unas pocas sillas distribuidas disparejamente a su
alrededor. Las paredes empezaban a calcinarse y a emanar una nube de humo que
pretendía ocultar lo que estaba a punto de suceder.
-No – Al resonar en mi pecho, el
sonido de mi voz me provocó una oleada de dolor – He venido aquí a terminar
esto.
Lanzó una risotada burlona de
nuevo. Yo estaba seguro de que él se sentía superior a mí en todos los sentidos
posibles y la verdad era que lo había sido, pero ahora las cosas tenían que ser
distintas.
-¿Acaso no es lo mismo? –
Preguntó, alzando una ceja.
-No lo es. Te equivocaste
conmigo, Velarde – Mi voz se estaba convirtiendo en apenas un murmullo – A
pesar de todo, no puedo irme sin acabar con todo.
Se puso de pie, sin ninguna
prisa. Las llamas consumen las cortinas enganchadas a la ventana del claustro
en el que nos encontramos. Hambrientas, ajenas al drama.
-Pues entonces, acabemos con
esto. No tengo intención de morir calcinado hoy.
El fuego consumiéndolo todo, mis
manos temblorosas, su sonrisa de suficiencia.
Algo malo está a punto de pasar.
Y no sé si estoy listo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario