jueves, 27 de agosto de 2015

De cómo todo aquello que puede salir mal, sale mal y en el peor momento posible.

Siempre había fantaseado con el mundo nocturno y cuan diferente era de aquel que vivía día tras día bajo la luz del sol.

Tenía esa extraña idea de que por la noche, las cosas se hacían más intensas y peligrosamente emocionantes. Que con la oscuridad como cómplice, se hacían cosas extrañas, y por qué no, prohibidas.

Sin embargo esas eran conjeturas propias de la mente de un niño. De un infante al cual mandaban a la cama pasadas las ocho y media de la noche, puesto que tenía que levantarse puntualmente para ir al colegio al día siguiente. No había tregua, no había contemplaciones, era la regla establecida y siempre había sido así.

Nunca la había desobedecido, ese era yo, pues, un niño obediente que se inmolaba para ser el orgullo y admiración de su familia.

Solo que en los últimos meses, un par de cosas habían cambiado.

¿Realmente habían sido un par de meses? Se sentía como si hubieran transcurrido años desde que fui alguna vez aquel niño sabelotodo y obediente. Jamás me percaté de la dimensión real de mi “cambio”.

En casa tampoco, simplemente pensaban que tenía que ver algo con la transición a la adolescencia o alguno de esos cambios hormonales e impredecibles que les ocurren a los niños antes de llegar a ser jóvenes.

Bien sabía yo que no era así. Pero nadie más tenía por qué saberlo, ¿verdad?

Nadie tenía que saber de todas las cosas que me habían “enseñado”, ni tampoco de las razones por las que me escapaba en las noches cuando ya todos dormían en casa. Nadie necesitaba saber de mis nuevos amigos, ni de la recientemente descubierta valentía que rozaba los límites de una altanería estúpida propia de un adolescente.

Nadie tenía que saber sobre mí, o mejor dicho, sobre la otra parte de mí, esa que no exhibes a plena luz del día.

-¡Oye! ¡Despierta! ¿En qué piensas tanto? – La voz del chico que se encontraba a mi costado me arrancó de todas esas cavilaciones y me devolvió a aquel momento.

-Nada, nada.

-¿Tienes la palanca? – Preguntó.

Me agaché a rebuscar en la mochila que había traído conmigo. Llaves, dados, bujías… ¡Palanca!

-Sí, aquí está – Le entregué la palanca de metal y me devolvió una mirada cómplice.

-Esto va a hacer un poquito de ruido – Sonrió.

El muchacho tenía mi edad, era apenas unos meses menor. Llevaba una capucha azul gastada, una de las pocas pertenencias que tenía. Era un poco más bajo que yo, pero lo compensaba con las conocidas artimañas que usaba para conseguir sus objetivos. Éramos muy diferentes, pero al mismo tiempo, cómplices y amigos.

-Creo que con una faja sonaría menos, Jorge… - No estaba seguro de que lo que estábamos a punto de hacer fuese a funcionar.

-¡Nah! Ya no tiene alarma, así que normal – Volvió a mirarme con complicidad, me enseño una sonrisa pícara de esas que ponía cuando se sabía victorioso.

¡Ah, cierto! Me había olvidado de mencionar donde estábamos y que nos encontrábamos haciendo. 

Pues nada fuera del otro mundo, solo desmantelando un auto.

Bueno, técnicamente yo estaba vigilando mientras Jorge hacía lo suyo, después de todo, él era el más “capacitado” para eso.

¿Extraño, no? El chico obediente y sumiso, el niño que se iba a dormir antes de las nueve, convertido en un ladronzuelo de poca monta, tratando de probarse a sí mismo que era más que un simple pelele que recibía órdenes. En ese momento no me daba cuenta que no era el lugar, ni la forma correcta. Parecía emocionante, sentía la adrenalina recorrer mi cuerpo, el miedo a que nos descubran, la emoción de lo prohibido, la agonía de saber que está mal.

La complicidad de la noche.

De repente, un chillido me volvió a desconectar de mis pensamientos.

Parecía un crescendo desafinado de nunca acabar.

-¡Creí que no tenía alarma! – Grité, mientras tapaba mis orejas con las manos.

-¡Plan B! – Respondió él mientras rebuscaba frenéticamente en la mochila. Extrajo un martillo más grande que la palma de su mano.

No necesitaba ser un genio para saber lo que iba a ser. Aun en las circunstancias más peligrosas, a Jorge no le gustaba tirarse para atrás.

Era algo que había sacado a su mamá.

Pensé en ella en ese momento. “Cuídense mucho”, había dicho. Yo solo me preguntaba por qué una madre permite ese tipo de cosas para su hijo. No lo sabía en ese entonces, pero este era un mundo del cual no podías salir por la puerta grande. A veces tenías que hacer alianzas peligrosas.

El sonido del martillo rompiendo la luna delantera del auto me regresó a la realidad.

Sentía las palmas de mis manos sudar, mi corazón parecía un redoble de tambores y las piernas me amenazaban con dejar de sostener el peso de mi cuerpo.

No importaba, tenía que ser fuerte, debíamos terminar con eso, porque si no lo hacíamos…lo que venía sería mucho peor.

No es que fuéramos delincuentes juveniles…o bueno, después de todo, sí lo éramos en ese momento. Pero no lo éramos por voluntad propia. La gente que nos había enseñado todo lo que aprendimos hasta ese punto no era la mejor, mucho menos la peor.

Si tuviera que haberlos clasificado, pues hubiéramos tenido a lo peor, seguido por dos toneladas de basura y luego, ellos. En ese momento ya no me caían tan bien como cuando me había involucrado con ellos en un primer momento. En ese entonces eran “geniales”, tipos despreocupados, que no les importaba lo que dijeran de ellos, pero era mejor que no dijeras nada malo si es que querías conservar tu lengua…o tu vida.

Teníamos que terminar con ese maldito auto o sino nos iba a ir muy mal.

-¿Te falta mucho? – Pregunté con la angustia reventándome el pecho.

-Ya casi está…

-¡Apúrate, maldita sea!

-¡Oigan, que hacen!

Esa no era la voz de Jorge.

Mucho menos la mía.

Bueno, esto podía ser malo.

-Cambio de planes, ¡nos vamos! – Me cogió del brazo y me tiró hacia él

Comenzamos a correr, o mejor dicho, Jorge comenzó a correr y yo solo iba detrás de él. No atinaba a nada, mi cuerpo había entrado en modo automático. El hombre detrás de nosotros corría tan a prisa como podía, amenazando con alcanzarnos y gritando toda clase de improperios.

“Se acabó, me fui al carajo. Ahora sí la fregaste en grande, genio. ¿Qué le vas a decir a tu madre?”

¿Dios? ¿Dios, eres tú?

“No, idiota. Soy tú”

¿Qué?

Por estar en esta discusión conmigo mismo, no me fijé del inmenso hueco que había frente a mí y tropecé.

Caí de bruces sobre mis codos, apenas reaccioné para frenar mi caída. Me di la vuelta y quedé a diez metros del hombre que nos perseguía.

Me miró fijamente, podía sentir su ira asfixiándome.

Su mirada me incomodaba sobremanera. Creo que nunca nadie me había visto con tanto odio en toda mi vida.

Sentía como si estuviera escudriñando toda mi existencia con esos ojos negros, impávidos, coléricos.

-¡Maldito ratero, ahora te voy a enseñar!

Me puse de pie de un brinco y corrí lo más rápido que pude.

-¡Espérate, mocoso infeliz! ¡Vas a ver! ¡Ya te vi, ya te vi!

Seguí corriendo mientras escuchaba sus gritos desesperados, cuando finalmente ya no alcanzaba a escuchar nada, me detuve.

Me sentía a punto de estallar, el corazón se me salía por la boca. La sangre en mi rostro corría por mis venas como si fuera lava ardiente. El sudor se me escurría por los cabellos. Las rodillas se me doblaron y caí sobre ellas.

Solo atiné a romper en llanto.

No es que me sintiera un fracasado por no haber podido robar un estúpido carro. Era que me aterraba lo que pasaría sabiendo que no lo había podido hacer. En ese instante, deseé con todas mis fuerzas nunca haberme involucrado en todas esas cosas.

¿Qué podía haber sabido yo? ¿Qué podía haber hecho? ¡Apenas tenía doce años!

Pensaba en todo esto mientras las lágrimas salían a borbotones de mis ojos, la desesperación le siguió al miedo y todo mi cuerpo temblaba.

Luego recordé.

Aquel hombre había dicho “¡Ya te vi!”. Tenía razón, me había visto, me había reconocido el rostro. Lo más probable era que si me veía en cualquier otro lado, sabría quién era. 

Estaba perdido.

Era el fin.

Lo que no sabía yo, joven e inexperto, era que aquello estaba muy lejos de ser el fin.

Mientras me limpiaba las lágrimas del rostro, recordé a Jorge. Mi “amigo” Jorge. Aquel que solo había atinado a seguir corriendo al verme caer.

“Trata de comprenderlo, él vive para él mismo…a veces para mí”, eso me había dicho su madre, Delia, ¿era a esto a lo que se refería? ¿A Jorge solo le interesaba salvar su pellejo?

¿Quién era yo para juzgarlo? A diferencia mía, a Jorge nadie le había dado la opción de elegir. Yo, en cambio, pude echarme para atrás y no lo hice. Él nunca tuvo esa decisión.

Decidí no mencionar nada la próxima vez que lo viera.

¡Y cómo podría hacerlo! Delia prepararía una mermelada de fresa y me invitaría un vaso de cocoa con leche, preguntaría “¿Con mantequilla, no?”, sonreiría…y todo quedaría olvidado.

Ella sabía que odiaba la mantequilla, así como sabía que regresaría.

Porque uno siempre regresa a su hogar.

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Terminada aquella noche, llegué a casa como de costumbre. Escabulléndome entre los techos de los vecinos. Uno que otro perro ladraba, desafiante. Siempre tenía la suerte de que estén amarrados. Estaba seguro de que un día de estos no iba a ser tan afortunado.

Finalmente, llegué al techo de mi casa. Con una maniobra rápida, terminé en el piso de la azotea. A medio dormir, mi perra me miró desde su cama. Ya se había acostumbrado a mis escapadas nocturnas y era la única que podía delatarme…de haber podido decir algo.

Bajé silenciosamente por las escaleras, me metí a mi cuarto por la ventana de atrás y me quité la ropa en un santiamén. Mis codos sangraban, tenía moretones en las rodillas y un raspón en la cara. Nada que un baño a las cuatro de la mañana no resuelva, ¿cierto?

Antes de meterme a la ducha, me contemplé en el espejo. Podía sentirlo, esto estaba condenadamente mal. ¡Vamos! ¿Mi cara? ¿La cara del niño obediente? ¿La cara del hijo consentido? No podía seguir así, era peligroso. Jorge no tenía que correr ese riesgo porque Delia estaba al tanto de lo que hacía. Pero yo no podía arriesgarme.

En ese momento, recordé algo.

Me abalancé sobre el cajón del armario en el que guardaba mi ropa y rebusqué entre un par de prendas.

Ahí estaba.

En un principio, me había servido para una de las tantas presentaciones de colegio. Pues claro, el niño obediente amaba presentarse y figurar.

“Ahora vas a servir para otra cosa”, pensé.

La tomé entre mis manos, era blanca, casi crema, un poco desgastada por el tiempo que había permanecido guardada.

Olvidada en un cajón, aguardando su destino.

Me acerqué al espejo nuevamente y me vi otra vez.

Una última vez.

De haberlo sabido, me hubiera despedido de aquel niño obediente y sumiso que nunca más volví a ser.

Luego coloqué la máscara sobre mi rostro y la amarré a mi nuca. Me contemplé con curiosidad…incluso algo de admiración.

“¡Esto va a ser demasiado genial!”, recuerdo haber pensado.

No lo supe. En ese momento no supe lo caro que iba a pagar por ese error. Me sentía poderoso, invencible. Podía apostar que Jorge se moriría de envidia cuando me viera al día siguiente por la noche. Me imaginaba la risa de Delia y luego su expresión seria de “¡Ay estos chicos!”.


¿Qué podía salir mal?

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