viernes, 28 de agosto de 2015

De cómo un solo evento distinto puede alterar el curso de las cosas

“Vamos a comenzar por el final”

Eso fue lo que te escribí alguna vez. Mientras deliraba con tres rodajas de patatas en la frente.

O tal vez no te lo escribí. Tal vez solo fue un oasis en medio de la afiebrada demencia de mi débil organismo.

Hasta ahora lo recuerdo, porque como sabes, yo recuerdo todo y ello muchas veces puede ser una maldición.

Pero no hoy.

En esta semana de homenajes y reflexiones. No puedo evitar traerte a mi mente. Pues porque en unos días se cumplirá un año de haberte conocido. A lo mejor tú no lo sabes, no lo recuerdas. Lo más probable es que ni siquiera leas esto. No tendrías por qué, tampoco.

Tantas cosas que se quedaron sin ser dichas. Tantos sentimientos que se desperdiciaron.

¿Qué tienen en común un hombre que salta a través de una ventana y una persona “cualquiera”?

Exacto, son la misma persona. (Inserte risas grabadas aquí).

Es por eso que escribo esto, para recordar aquel día; un día como cualquiera, en el que una casualidad cruzó nuestros caminos y forjó un vínculo que terminó como concluyen muchas de las cosas buenas en mi vida.

Con un adiós que no quieres, pero que es necesario decir.

Pero no estoy aquí hoy para contarte la historia de la que probablemente recuerdes retazos mal dibujados, producto de una memoria que ahora está llena de recuerdos hermosos junto a alguien que te quiere con bien.

No estoy aquí para contarte la historia de lo que fue.

Hoy voy a contarte la historia de lo que pudo no haber sido.

************************************************************************************
Corren las doce de la medianoche y todavía tiemblo de pies a cabeza.

¿Es el frío? ¿Realmente hace tanto frío?

Probablemente solo estoy demasiado contento, lo cual es raro. 

Y peligroso.

Peligroso porque, a veces, cuando atravieso por momentos de demasiada felicidad, no puedo concentrarme bien en lo que debo hacer. En el aquí y el ahora.

Como muchos ya saben, eso siempre puede costarme la vida.

O si es que no la vida, puede costarme tener que dar muchas explicaciones redundantes al día siguiente. Lo cual constituye la diferencia entre la versión oficial y la verdad de las cosas que me suceden. 

La versión oficial es aquello que le digo a la gente que ha ocurrido y la verdad...bueno, la verdad es lo que estoy a punto de hacer.

Aquí estoy, a punto de arriesgar mi pellejo una vez más. Dudándolo por tan solo un minuto.

“Tengo una amiga que vive por aquí cerca y me voy a quedar en su casa”, había dicho ella. Yo solo había atinado a mover la cabeza, puesto que no soy del tipo de personas muy habladoras ni muy extrovertidas mientras no entro en confianza. Supe que no podía dejarla sola en el momento en que me di cuenta que íbamos por la misma dirección.

A partir de ese instante, no volvió a haber ningún silencio incómodo.

Ahora, en cambio, la historia es otra. Y sé que necesito concentrarme.

-¿Cuánto te debo, compadre? – Pregunta el más alto de los sujetos. Lleva una camisa de cuadros azules y unos jeans viejos que parece haber heredado de algún miembro de su familia.

-Lo de siempre, viejo. Ni más ni menos – Sonríe el otro tipo y en su sonrisa se muestra brillante un diente de oro. El hombre de la transacción tiene la apariencia de un estafador empedernido. Los pocos cabellos en su cabeza peinados hacia un costado y una maleta de la que extrae un pequeño envoltorio que entrega al otro sujeto.

Una transacción rápida.

No me interesa el tipo de los jeans desteñidos. No estoy aquí por él.

De hecho, ni siquiera sé por qué estoy aquí.

Mírame, agazapado en el techo de la casa de sabrá Dios quién. Vestido con un ridículo pantalón negro y una casaca ploma que abriga mis buenas intenciones, aprovechando en despistarlas tan solo un momento para que pueda hacer lo que he venido a hacer. Mientras contemplo cómo llevan a cabo sus negocios, no puedo evitar pensar en la mujer que acabo de conocer tan solo hace unas horas atrás.

“Concéntrate”

¡Vamos, Delia! Déjame disfrutar este pequeño momento. No es que siempre conozca chicas que estén dispuestas a caminar conmigo más de cinco cuadras y lo sabemos, ¿verdad? 

Por supuesto, las que tengo que llevar cargadas o a rastras, mientras huyo de la gente mala no cuentan.

“¿Te has puesto a pensar en lo que puede significar si te llegas a involucrar tanto con alguien? ¿Qué significaría para su vida?”

Apenas acabo de conocerla y además no eres tú preguntando eso, es mi maldito sentido común usándote para romper ilusiones que ni siquiera han terminado de cuajar.

Así que por favor, cállate y déjame trabajar.

El tipo de los jeans viejos se sube a una mototaxi y desaparece consumido entre la neblina de la noche. El calvo busca unas cosas en su maleta mientras se aleja en la dirección contraria.

Sin que se dé cuenta, salto hacia el poste de luz más cercano. Uso los tres segundos que me siento en el aire para desenvainar las cuchillas que llevo atadas a la cintura.

Nunca he sido bombero, pero se me da bien esto de descender a través de objetos tubulares.

Claro, sin contar aquella vez que…bueno, no importa.

-Hola, Alonso.

Trato de usar mi voz tétrica, pero el frío parece haber congelado mis cuerdas vocales, pues solo se escucha un ronquido inexplicable. El hombre parece no haber reparado en mi presencia ya que continúa su camino.

-¡Hola, Alonso! – Lo tomo intempestivamente por el cuello y el hombre suelta un grito aterrado – ¿Tan tarde y despierto?

-¡¿Qué…qué quieres?! – Apenas puede hablar, decido aligerar un poco la presión de mi brazo en su cuello

Ya sé que deben estar pensando. Soy una mala persona por agredir al comerciante nocturno que no le hace ningún mal a nadie.

Error.

-Respuestas – Hago un esfuerzo por sonar amenazador, como si mi brazo ahorcándolo no fuera suficiente.

-¡Vete a la mierda, huevón! - Grita él con el aire que acaba de recuperar.

-Bueno, también podemos hacerlo a las malas...

Vuelvo a ejercer presión sobre su cuello, Alonso se retuerce entre mis brazos

-¡No lo he visto! ¡Nadie sabe dónde está! – Lucha por liberarse, pero solo consigue que aplique más fuerza.

-Hoy no estoy para juegos, amiguito - Incluso yo mismo siento la desesperación en mi voz - Quiero saber dónde está Jorge… ¡Ya!

En aquel momento, un contundente golpe impacta sobre mi costado derecho, forzándome a soltar al calvo.

¡Diablos! Si no estuviera tan jodidamente adolorido por todo lo que he tenido que pasar este mes…

Me doy la vuelta, poniendo mi mano a la altura de mis costillas, tratando de reprimir el dolor.

-¡Qué bueno verte, Sombrita!

Frente a mí, una bestia imponente de un metro y poco más de noventa centímetros se erige, desafiante. Su brazo derecho está lleno de tatuajes, la mayoría son números. Quienes lo conocen, afirman que son todos los códigos que le fueron asignados en tantos años que pasó en prisión.

Con todo y eso, el mohawk que lleva le queda mucho mejor que a cualquier otro. Alto, fornido y amenazador. Y condenadamente feo.

Pensar que yo que solo vine hasta aquí por el pelele estafador que no sabe ni asestar un golpe.

-¿Qué pasa? ¿Por qué tan calladito? – ironiza el monstruo que tengo frente a mí.

En este mundillo de mierda en el que todos estamos metidos, lo conocen con el sobrenombre de Cuatrotetas. No necesito saber mucho del mundo para entender el porqué de su alias. Lo que sí necesito es comprensión de cómo diablos puede no una, sino dos mujeres, meterse con un tipo así de feo.

Digo, no es que yo sea un Adonis moderno, pero al menos estoy muy seguro de tener algo más de gracia que este tipo.

Claro que nadie se daría cuenta, por la máscara que llevo religiosamente puesta en el rostro cada noche.

-¿Así que jodiendo a los mariquitas, no? – Siempre que nos hemos encontrado, nunca ha terminado bien para mí - ¿Qué pasa? ¿Sintiéndonos con leche?

Lo contempló fijamente mientras retrocedo unos pasos. Necesito darme espacio. Necesito pensar.

“¿Has usado Snapchat alguna vez? Es fácil, te crearé una cuenta”

¡No en eso, maldita sea! ¡No en la mujer del video!

El Cuatrotetas se abalanza contra mí. Apenas atinó a tirarme hacia un lado, caigo sobre un montículo de tierra y doy un par de vueltas que terminan por levantar una nube de polvo.

Apenas logró ponerme de pie. Antes de erguirme completamente, un par de monstruosas y brutales manos me toman por la casaca y me levantan en vilo.

-Te tengo un regalito departe del Capo – Sonríe, exhibiendo los dientes que le faltan.

-Y yo te tengo un regalito de parte de la fuerza aérea – Respondo, impactando ambos puños contra sus sienes ante su mirada atónita que no termina de comprender mi "chiste"

El golpe lo aturde un momento, suficiente para liberarme. Con un movimiento rápido, extraigo dos cuchillas de mi prototipo de cinturón cuasi batmánico y me abalanzo sobre el hombre.

Me detiene ambas manos en el aire y sonríe con malicia.

-¡Mejor suerte la próxima! – Me dice, lanzándome al otro extremo de la calle con furia.  

Mi cuerpo impacta pesadamente sobre la puerta de una casa. Una luz se prende a lo lejos. Nadie sale. Sabe la gente ya que a estas horas, es mejor para ellos pretender estar dormidos.

El gigantesco sujeto se me aproxima y yo apenas puedo ponerme en pie.

Tengo que moverme, sigue respirando.

Un perro aúlla y una jauría le responde con un coro de ladridos descontrolados.

“Tengo dos perros, son mis hijitos”

¡Maldición! Se supone que la máscara sea para concentrarme, no para recordarme todo lo potencialmente bueno que puede suceder en mi vida. En mi otra vida.

Una vida a la que no podré regresar mañana si es que no me pongo de pie.

Tengo. Que. Pararme.

Un vigoroso puño impacta en mi vientre, justo debajo de mis costillas.

Debajo de la máscara, acabo de escupir. Estoy seguro de que son mis vísceras o mi sangre.

Caigo sobre mis rodillas. Siento que no puedo más. Al diablo con escribirle a la chica que por alguna extraña razón, coincidencia, juego del destino, me dio su número. Al diablo con la regla de los tres días, ¿verdad?

Otro golpe me impacta, arrancándome de estos pensamientos. Esta vez contra mi rostro.

Aún con la máscara puesta, esto duele como los mil demonios.

No es que nunca antes haya recibido palizas de este tipo, es solo que no lo veo tan como un “hobby” como debería. A nadie le gusta ser golpeado hasta perder la conciencia, por supuesto.

Las cosas se ponen borrosas a partir de ese momento. Una andanada de golpes cae sobre mí y apenas puedo alzar mis brazos para evitar unos cuantos. La brutalidad de este sujeto es impresionante.

Uno pensaría que estaría cansado luego de tanto, pero no. No realmente.

Varios recuerdos me cruzan por la mente. Despertarme tarde esa mañana y recibir aquella llamada del número desconocido. “¿Vienes hoy?”, preguntó. Dudé, estuve a punto de decir que no, no estaba interesado, estaba muy ocupado, estaba muy cansado, muy aburrido, muy insatisfecho con mi vida.

Y sin embargo, accedí.

Llegué a un lugar al que nunca antes había ido y ahí estaba ella.

Cuando la vi, no le presté mucha atención. “Malditos artistas”, recuerdo haber pensado, “Siempre subestimando a los que hacen el trabajo duro”. 

No pude haber estado más equivocado.

No intercambié palabra alguna con la chica hasta que ya todo había acabado.

¿Te vas por ahí?”, me había preguntado, señalando una dirección. En ese momento me pareció una dirección, no sabía yo que iba a ser un rumbo para mi vida.

Caminamos, conversamos, nos reímos, ¡Dios! ¡Cuánto nos reímos!

No recuerdo la última vez que me había reído tanto en compañía de una mujer. Creo que la última habías sido tú, Delia. Porque bueno, ya sabes que soy un poco estúpido con ellas.

Al despedirse, me había quedado mirando fijamente. Tal vez esperaba que le dijera algo más, ya sabía que nos íbamos a ver la semana entrante, pero aun así, ¿sería capaz de no saber de ella en toda una semana?

“Bueno, ya me voy, gracias por acompañarme”, dijo. Yo solo pensaba lo linda que se veía en ese vestido morado. Y eso, Delia, que ya sabes que soy pésimo reconociendo colores, pero al menos no dije que era rojo oscuro, eso sí habría sido un problema.

La puerta que no se abrió. La prisa que no tenía. El número que todavía no le había pedido.

“Oye… ¿Me das tu teléfono?”.

Su mirada dubitativa. Mi sufrimiento interior. Pensar en lo que me aguardaba esa misma noche más tarde.

De repente, volví a la realidad.

-¡Eres un pobre huevón! – La lluvia de puños no se había detenido pero yo parecía estar en un Nirvana más alejado de cualquier dolor físico.

“Todo sucede por una razón, sea cual sea, lo único que tienes que hacer es encontrarla”.

Tienes razón, Delia.

No voy a morir sin haberle escrito a la chica cantante del vestido morado.

¿O era rojo oscuro?

No importa.

Levanto la cabeza, mi cuerpo arrodillado como puede en el suelo. Siento el sabor a sangre en mi boca, pero no puedo escupir. Al menos no sin ensuciar todo el interior de la máscara.

-¿Y ahora qué vas… - No le dejo terminar la frase.

Me abalanzo sobre él con las pocas fuerzas que me quedan y rodamos a través del montículo de tierra que se encuentra a unos metros de nosotros. Unidos por ese abrazo violento. Golpeándonos apenas podemos. Sé que nunca lo voy a vencer en su juego, así que tengo que empezar a jugar el mío

-¿Te crees muy fuerte verdad, feo de mierda? – Le increpo, con la voz a punto de entrecortárseme – ¡No eres más que un pobre precoz infeliz!

Sus ojos se inyectan con una furia indescriptible y se abalanza contra mí. Lo esquivo apenas por un segundo y desenvaino nuevamente las cuchillas amarradas a mi cintura.

-Vamos a bailar…

Con un giro rápido de mis muñecas, me arrodillo justo cuando asesta un golpe que impacta en el aire. Rápidamente, clavo ambas cuchillas en sus muslos.

El hombre suelta un grito desgarrador.

Las saco violentamente y vuelvo a clavarlas con fuerza.

Otro grito, seguido del sonido que hace el impacto de su pesado cuerpo contra la tierra. Y una polvareda se levanta.

-Dile a Jorge… - murmuro mientras sufro para ponerme en pie – Dile a Jorge que si me quiere, venga él mismo por mí.

-¡Te voy a matar! ¡Maldito hijo de perra! – Grita, mientras lanza unos lloriqueos patéticos – ¡La próxima vez no te va a ir tan bien!

-No va a haber próxima vez – Le escueto con seriedad – Y si la hay, al menos aprende de mí y usa una máscara. No saques a pasear esa cara…ni siquiera de noche.

Escalo el pequeño montículo de tierra mientras escucho a la distancia sus gritos y amenazas. Desde la altura, contemplo la imagen que he ocasionado. El tipo se revuelca en la tierra, mientras un charco de sangre va formándose a su alrededor.

Decido que no me importa.

Trepo como puedo el poste de luz. Más de dos veces estoy a punto de caerme, supongo que la fuerza de voluntad hace milagros a veces.

Una vez en la azotea, reviso la mochila que dejé a un lado. Todo está intacto.

Me quito la máscara y escupo a un lado. Sangre… ¿eso es un diente? No, gracias a Dios.

Me tiró sobre el piso de la azotea de la casa de aquel desconocido que nunca sabrá lo que ocurrió mientras dormía.

Al diablo con la regla de los tres días, le voy a escribir a esta chica hoy mismo. Después de todo, Nunca se sabe cuándo puedes morir en una hazaña como esta. 


Mucho menos si eres Sombra. 

jueves, 27 de agosto de 2015

De cómo todo aquello que puede salir mal, sale mal y en el peor momento posible.

Siempre había fantaseado con el mundo nocturno y cuan diferente era de aquel que vivía día tras día bajo la luz del sol.

Tenía esa extraña idea de que por la noche, las cosas se hacían más intensas y peligrosamente emocionantes. Que con la oscuridad como cómplice, se hacían cosas extrañas, y por qué no, prohibidas.

Sin embargo esas eran conjeturas propias de la mente de un niño. De un infante al cual mandaban a la cama pasadas las ocho y media de la noche, puesto que tenía que levantarse puntualmente para ir al colegio al día siguiente. No había tregua, no había contemplaciones, era la regla establecida y siempre había sido así.

Nunca la había desobedecido, ese era yo, pues, un niño obediente que se inmolaba para ser el orgullo y admiración de su familia.

Solo que en los últimos meses, un par de cosas habían cambiado.

¿Realmente habían sido un par de meses? Se sentía como si hubieran transcurrido años desde que fui alguna vez aquel niño sabelotodo y obediente. Jamás me percaté de la dimensión real de mi “cambio”.

En casa tampoco, simplemente pensaban que tenía que ver algo con la transición a la adolescencia o alguno de esos cambios hormonales e impredecibles que les ocurren a los niños antes de llegar a ser jóvenes.

Bien sabía yo que no era así. Pero nadie más tenía por qué saberlo, ¿verdad?

Nadie tenía que saber de todas las cosas que me habían “enseñado”, ni tampoco de las razones por las que me escapaba en las noches cuando ya todos dormían en casa. Nadie necesitaba saber de mis nuevos amigos, ni de la recientemente descubierta valentía que rozaba los límites de una altanería estúpida propia de un adolescente.

Nadie tenía que saber sobre mí, o mejor dicho, sobre la otra parte de mí, esa que no exhibes a plena luz del día.

-¡Oye! ¡Despierta! ¿En qué piensas tanto? – La voz del chico que se encontraba a mi costado me arrancó de todas esas cavilaciones y me devolvió a aquel momento.

-Nada, nada.

-¿Tienes la palanca? – Preguntó.

Me agaché a rebuscar en la mochila que había traído conmigo. Llaves, dados, bujías… ¡Palanca!

-Sí, aquí está – Le entregué la palanca de metal y me devolvió una mirada cómplice.

-Esto va a hacer un poquito de ruido – Sonrió.

El muchacho tenía mi edad, era apenas unos meses menor. Llevaba una capucha azul gastada, una de las pocas pertenencias que tenía. Era un poco más bajo que yo, pero lo compensaba con las conocidas artimañas que usaba para conseguir sus objetivos. Éramos muy diferentes, pero al mismo tiempo, cómplices y amigos.

-Creo que con una faja sonaría menos, Jorge… - No estaba seguro de que lo que estábamos a punto de hacer fuese a funcionar.

-¡Nah! Ya no tiene alarma, así que normal – Volvió a mirarme con complicidad, me enseño una sonrisa pícara de esas que ponía cuando se sabía victorioso.

¡Ah, cierto! Me había olvidado de mencionar donde estábamos y que nos encontrábamos haciendo. 

Pues nada fuera del otro mundo, solo desmantelando un auto.

Bueno, técnicamente yo estaba vigilando mientras Jorge hacía lo suyo, después de todo, él era el más “capacitado” para eso.

¿Extraño, no? El chico obediente y sumiso, el niño que se iba a dormir antes de las nueve, convertido en un ladronzuelo de poca monta, tratando de probarse a sí mismo que era más que un simple pelele que recibía órdenes. En ese momento no me daba cuenta que no era el lugar, ni la forma correcta. Parecía emocionante, sentía la adrenalina recorrer mi cuerpo, el miedo a que nos descubran, la emoción de lo prohibido, la agonía de saber que está mal.

La complicidad de la noche.

De repente, un chillido me volvió a desconectar de mis pensamientos.

Parecía un crescendo desafinado de nunca acabar.

-¡Creí que no tenía alarma! – Grité, mientras tapaba mis orejas con las manos.

-¡Plan B! – Respondió él mientras rebuscaba frenéticamente en la mochila. Extrajo un martillo más grande que la palma de su mano.

No necesitaba ser un genio para saber lo que iba a ser. Aun en las circunstancias más peligrosas, a Jorge no le gustaba tirarse para atrás.

Era algo que había sacado a su mamá.

Pensé en ella en ese momento. “Cuídense mucho”, había dicho. Yo solo me preguntaba por qué una madre permite ese tipo de cosas para su hijo. No lo sabía en ese entonces, pero este era un mundo del cual no podías salir por la puerta grande. A veces tenías que hacer alianzas peligrosas.

El sonido del martillo rompiendo la luna delantera del auto me regresó a la realidad.

Sentía las palmas de mis manos sudar, mi corazón parecía un redoble de tambores y las piernas me amenazaban con dejar de sostener el peso de mi cuerpo.

No importaba, tenía que ser fuerte, debíamos terminar con eso, porque si no lo hacíamos…lo que venía sería mucho peor.

No es que fuéramos delincuentes juveniles…o bueno, después de todo, sí lo éramos en ese momento. Pero no lo éramos por voluntad propia. La gente que nos había enseñado todo lo que aprendimos hasta ese punto no era la mejor, mucho menos la peor.

Si tuviera que haberlos clasificado, pues hubiéramos tenido a lo peor, seguido por dos toneladas de basura y luego, ellos. En ese momento ya no me caían tan bien como cuando me había involucrado con ellos en un primer momento. En ese entonces eran “geniales”, tipos despreocupados, que no les importaba lo que dijeran de ellos, pero era mejor que no dijeras nada malo si es que querías conservar tu lengua…o tu vida.

Teníamos que terminar con ese maldito auto o sino nos iba a ir muy mal.

-¿Te falta mucho? – Pregunté con la angustia reventándome el pecho.

-Ya casi está…

-¡Apúrate, maldita sea!

-¡Oigan, que hacen!

Esa no era la voz de Jorge.

Mucho menos la mía.

Bueno, esto podía ser malo.

-Cambio de planes, ¡nos vamos! – Me cogió del brazo y me tiró hacia él

Comenzamos a correr, o mejor dicho, Jorge comenzó a correr y yo solo iba detrás de él. No atinaba a nada, mi cuerpo había entrado en modo automático. El hombre detrás de nosotros corría tan a prisa como podía, amenazando con alcanzarnos y gritando toda clase de improperios.

“Se acabó, me fui al carajo. Ahora sí la fregaste en grande, genio. ¿Qué le vas a decir a tu madre?”

¿Dios? ¿Dios, eres tú?

“No, idiota. Soy tú”

¿Qué?

Por estar en esta discusión conmigo mismo, no me fijé del inmenso hueco que había frente a mí y tropecé.

Caí de bruces sobre mis codos, apenas reaccioné para frenar mi caída. Me di la vuelta y quedé a diez metros del hombre que nos perseguía.

Me miró fijamente, podía sentir su ira asfixiándome.

Su mirada me incomodaba sobremanera. Creo que nunca nadie me había visto con tanto odio en toda mi vida.

Sentía como si estuviera escudriñando toda mi existencia con esos ojos negros, impávidos, coléricos.

-¡Maldito ratero, ahora te voy a enseñar!

Me puse de pie de un brinco y corrí lo más rápido que pude.

-¡Espérate, mocoso infeliz! ¡Vas a ver! ¡Ya te vi, ya te vi!

Seguí corriendo mientras escuchaba sus gritos desesperados, cuando finalmente ya no alcanzaba a escuchar nada, me detuve.

Me sentía a punto de estallar, el corazón se me salía por la boca. La sangre en mi rostro corría por mis venas como si fuera lava ardiente. El sudor se me escurría por los cabellos. Las rodillas se me doblaron y caí sobre ellas.

Solo atiné a romper en llanto.

No es que me sintiera un fracasado por no haber podido robar un estúpido carro. Era que me aterraba lo que pasaría sabiendo que no lo había podido hacer. En ese instante, deseé con todas mis fuerzas nunca haberme involucrado en todas esas cosas.

¿Qué podía haber sabido yo? ¿Qué podía haber hecho? ¡Apenas tenía doce años!

Pensaba en todo esto mientras las lágrimas salían a borbotones de mis ojos, la desesperación le siguió al miedo y todo mi cuerpo temblaba.

Luego recordé.

Aquel hombre había dicho “¡Ya te vi!”. Tenía razón, me había visto, me había reconocido el rostro. Lo más probable era que si me veía en cualquier otro lado, sabría quién era. 

Estaba perdido.

Era el fin.

Lo que no sabía yo, joven e inexperto, era que aquello estaba muy lejos de ser el fin.

Mientras me limpiaba las lágrimas del rostro, recordé a Jorge. Mi “amigo” Jorge. Aquel que solo había atinado a seguir corriendo al verme caer.

“Trata de comprenderlo, él vive para él mismo…a veces para mí”, eso me había dicho su madre, Delia, ¿era a esto a lo que se refería? ¿A Jorge solo le interesaba salvar su pellejo?

¿Quién era yo para juzgarlo? A diferencia mía, a Jorge nadie le había dado la opción de elegir. Yo, en cambio, pude echarme para atrás y no lo hice. Él nunca tuvo esa decisión.

Decidí no mencionar nada la próxima vez que lo viera.

¡Y cómo podría hacerlo! Delia prepararía una mermelada de fresa y me invitaría un vaso de cocoa con leche, preguntaría “¿Con mantequilla, no?”, sonreiría…y todo quedaría olvidado.

Ella sabía que odiaba la mantequilla, así como sabía que regresaría.

Porque uno siempre regresa a su hogar.

*****************************************************************************************************
Terminada aquella noche, llegué a casa como de costumbre. Escabulléndome entre los techos de los vecinos. Uno que otro perro ladraba, desafiante. Siempre tenía la suerte de que estén amarrados. Estaba seguro de que un día de estos no iba a ser tan afortunado.

Finalmente, llegué al techo de mi casa. Con una maniobra rápida, terminé en el piso de la azotea. A medio dormir, mi perra me miró desde su cama. Ya se había acostumbrado a mis escapadas nocturnas y era la única que podía delatarme…de haber podido decir algo.

Bajé silenciosamente por las escaleras, me metí a mi cuarto por la ventana de atrás y me quité la ropa en un santiamén. Mis codos sangraban, tenía moretones en las rodillas y un raspón en la cara. Nada que un baño a las cuatro de la mañana no resuelva, ¿cierto?

Antes de meterme a la ducha, me contemplé en el espejo. Podía sentirlo, esto estaba condenadamente mal. ¡Vamos! ¿Mi cara? ¿La cara del niño obediente? ¿La cara del hijo consentido? No podía seguir así, era peligroso. Jorge no tenía que correr ese riesgo porque Delia estaba al tanto de lo que hacía. Pero yo no podía arriesgarme.

En ese momento, recordé algo.

Me abalancé sobre el cajón del armario en el que guardaba mi ropa y rebusqué entre un par de prendas.

Ahí estaba.

En un principio, me había servido para una de las tantas presentaciones de colegio. Pues claro, el niño obediente amaba presentarse y figurar.

“Ahora vas a servir para otra cosa”, pensé.

La tomé entre mis manos, era blanca, casi crema, un poco desgastada por el tiempo que había permanecido guardada.

Olvidada en un cajón, aguardando su destino.

Me acerqué al espejo nuevamente y me vi otra vez.

Una última vez.

De haberlo sabido, me hubiera despedido de aquel niño obediente y sumiso que nunca más volví a ser.

Luego coloqué la máscara sobre mi rostro y la amarré a mi nuca. Me contemplé con curiosidad…incluso algo de admiración.

“¡Esto va a ser demasiado genial!”, recuerdo haber pensado.

No lo supe. En ese momento no supe lo caro que iba a pagar por ese error. Me sentía poderoso, invencible. Podía apostar que Jorge se moriría de envidia cuando me viera al día siguiente por la noche. Me imaginaba la risa de Delia y luego su expresión seria de “¡Ay estos chicos!”.


¿Qué podía salir mal?

miércoles, 26 de agosto de 2015

Preludio

Uno nunca olvida, simplemente deja de recordar”

Me dijiste estas palabras en alguna de las tantas noches que compartíamos juntos. Tomabas mis manos entre tus manos y me compartías la poca sabiduría que la vida te había dado en poco más de treinta años de vida. Nunca te di las gracias, pero siempre te estaré agradecido.

De aquellas noches silenciosas han pasado años ya. Nada ha vuelto a ser lo mismo y, al mismo tiempo, se siente como si nunca hubiera cambiado. Irónico, ¿verdad? La única herida que nunca cicatriza es la de tu ausencia. Dicen que el tiempo se encarga de curar todas las heridas, pero es mentira, yo lo sé.

Y es tal vez debido a que nunca he dejado de recordarte, que mi vida continua siendo una espiral de momentos confusos y trucos de magia que nadie entiende, como aquel tan famoso de desaparecer de las vidas de los demás. Es debido a que te recuerdo cada uno de los días de mi vida, que quizás, tan solo quizás, sigo buscando una redención que sé de antemano que no llegará, sabiendo que lo que hago, no lo hago por una intención altruista y bienaventurada, sino por igualar el marcador en el que mis números aún están en rojo. Y seguirán en rojo durante un buen tiempo más.

Hoy estoy a una semana de volverme un año más viejo, más adulto, más sabio o como quieras decirle. Es en tiempos como este en el que pienso en ti y recuerdo esa sonrisa que nos iluminaba un pequeño comedor y las ganas de seguir adelante. Recuerdo tus palabras y recuerdo tus silencios. Porque estos últimos eran las ganas de vivir que me faltaban. Pero ni siquiera mi memoria, ni mucho menos mi imaginación puede llegar a configurarte en toda tu sabiduría, ni en toda tu belleza…porque siempre fuiste hermosa, aunque en ese momento yo no lo haya sabido.

Por eso es que escribo esto. Porque no puedo llegar a cumplir un año más de vida, sin recordar, sin rendirle el debido homenaje a tu vida. Porque mi vida nunca hubiera sido lo que es ahora, si no hubiéramos cruzado nuestros caminos. Porque Dios se acordó que necesitaba un ángel pero me envió el cielo hecho persona.

Lo que vendrá, es tan solo mi pequeño granito de arena en el desierto de lo que fueron todas nuestras experiencias compartidas. Siempre te recuerdo, eres la única parte de mi pasado a la que me aferro cuando el presente no es suficiente. Me dijiste una vez que sea libre y que lo dejé ir, pero a ti, querida amiga mía, ni siquiera la más férrea de las voluntades puede dejarte atrás.

Ahora estoy a unos días de volverme más viejo, pero no más diablo. Si estuvieras aquí quizás habríamos compartido una taza de cocoa con un pan con mermelada, de esas tan deliciosas que preparabas porque “las de vaso son un asco” y porque “estamos en toda la edad para desarrollarnos”. No puedo evitar homenajear nuestras vidas sin mirar atrás, sin mirar a nuestro pasado, al mío pero no al tuyo, puesto que ese lo enterraste tan profundo que ni siquiera tú sabías donde quedó. Y para hablar del pasado, tendré que hacer un corte transversal a mi vida, de esos que solo se hacen una vez, la justa y necesaria. De esos que te hacen decirte a ti mismo: “Esto debió haber sido diferente”. De esos que causan que añores un tiempo que no regresará pero que también, te ayuda a darte cuenta de que no importa cuántas veces caigas, siempre puedes volverte a levantar.


                                                                              Lima, 26 de agosto del 2015