domingo, 12 de junio de 2016

La última Sombra de la noche: Pasión y Peligro

Parte 1: http://goo.gl/yqu43h

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Su mirada seductora me encuentra desde el otro lado del pasillo. Apoyada en el marco de la puerta de su habitación, ahí está ella.

Esperando, tentadora.

Por las líneas de su cuello se deslizan unas finas gotas de agua brillantes, sin secar, que corren hacia el abismo de su pecho que amenaza inocentemente con devorarlas. Caigo en la cuenta de que que probablemente haya salido de la ducha hace tan solo un momento. La bata, mal amarrada a su cintura, deja a la vista tan solo lo justo y necesario de ese par de senos morenos. Lo suficiente como para someter a cualquier mortal.

Lo suficiente como para someterme a mí.

Me sonríe; tan solo unos cinco metros me separan de poseerla, me incita a entregarme al impulso salvaje de hacerme uno con su cuerpo. Pronuncia mi “nombre” con esa voz peligrosa que excita cada una de mis terminaciones nerviosas. Sabe que en cualquier otro momento, ni siquiera la más férrea de mis voluntades podría resistirse a su embrujo seductor, aun si tengo una máscara cubriendo mi rostro.

Pero no hoy.

Trato de seguir adelante, dejando a la morena con las ganas encrespadas. Sigo caminando, hoy no estoy aquí por ella. Tengo que concentrarme, tengo que recordar por qué estoy aquí hoy.

Tengo que recordar por qué tengo que salir con vida de aquí hoy.

-Nada de lo que estés buscando aquí va a ser mejor que yo – Una mano rodea mi pecho, me detiene, me aprisiona, se posa a la altura de mi corazón y me acaricia - ¿Lo sabes, verdad?

-Hoy no estoy buscando algo mejor, cariño – Intento no dejarme traicionar por el deseo – Estoy buscando a alguien que no debería estar aquí.

Es difícil no entregarse a la lujuria, especialmente cuando han pasado meses sin que hayas estado…bueno, ya sabes. No es que me moleste la situación, yo mismo he inventado mil excusas para justificar mi falta de…”contacto” con las mujeres en general, pero al final del día solo son eso: excusas.

Y ahora estoy aquí, con esta mujer abrazándome por detrás, pidiéndome que me quede con ella por el resto de la noche. Mintiéndome mientras yo lucho internamente por concentrarme y recordar por qué estoy aquí, por qué necesito regresar a casa por la mañana.

¿Qué rayos estoy haciendo aquí?

-Te he echado de menos por aquí – Suelta un suspiro apasionado, como quien se sabe abrazando a un amante olvidado.

Sabe que ni siquiera yo soy tan fuerte como para evitar sus artimañas. ¡Maldición! Necesito recordar…

-Puedes dejarte puesta la máscara si quieres – Me susurra.

¡Demonios! Malditos fetiches que solo me hacen débil.

-Y bien… ¿Qué dices? ¿Vamos a jugar? – la mujer empieza a bajar la mano, de mi corazón a mi abdomen, si llega más abajo todo se habrá ido al diablo.

-Detente – Coloco mi mano encima de la suya. La aparto con delicadeza y me doy la vuelta.

Sus ojos son negros, inyectados con una pasión que dudo sea legal en ningún estado. Me observa, interesada. Apuesto a que está preguntándose cuanta fuerza de voluntad me requiere el no caer en su juego. Tengo que reconocer que no es mi mejor momento.

Y ella huele tan bien…

-No voy a hacerlo, Silvana – La llamo por su nombre real, con la intención de que la realidad me golpee cual bola de demolición y me saque de este trance.

¿Por qué estoy aquí?

Tenía que ver con un niño, creo recordar. Yo estaba viviendo una vida “tranquila”, o bueno, tranquila para alguien como yo. Después de todo me lo merecía, ¿verdad? Tras todo el infierno al que me sometí, tras sacrificar vínculos importantes y personas especiales, tras haber perdido hasta mi propia existencia, merecía la paz que vino después.

O quizás no y fue por eso que el secuestro del niño tuvo que recordarme que mi vida solo es una pantomima de pretender ser alguien que no eres. De ocultar, de reprimir. De vivir con el temor  de que alguien se dé cuenta que no eres quien aparentas ser, que eres más que eso, sabes más de lo que deberías y no eres la buena persona que todos creen.

Pero hoy no estoy haciendo esto para psicoanalizar cada una de mis inseguridades reprimidas bajo una máscara. Hoy estoy aquí por algo más.

Por alguien más.

Ramiro Castillo. El pequeño niño prodigio de Santa María de la Redención, el ajedrecista del mañana, la prueba viviente de que no todo está perdido en este lugar del demonio, de que aún queda esperanza de encontrar buenas personas por aquí.

¿Dónde estás, niño? ¿A dónde me has hecho venir a parar?

-Sé lo que estás buscando – Su tono de voz ha cambiado, ya no es seductor. Como si se hubiera aburrido de esperarme – Deberías dejarlo.

Lo sé, debería dejarlo. Debería estar en casa, durmiendo. Soñando con cómo cambiará mi vida en un par de semanas, preparándome para lo que vendrá, después de todo, no siempre se te presenta una oportunidad como la que yo estoy a tan solo unas semanas de vivir.

Claro, si es que salgo ileso de esto.

-¿Dónde está el chico?

Me mira, impávida. No se inmuta ni una pizca frente a la proximidad de mi cuerpo. ¡Demonios! Algún día me gustaría ser así de inmune a una mujer, a sus encantos y a su cuerpo

O no, la verdad es que no me gustaría tanto como desearía fundirme con su piel en este preciso instante.

Es pequeña, apenas medirá un metro con sesenta y cinco centímetros. Sin embargo, su belleza radica en su exotismo, en sus facciones, en su tez morena, en sus cabellos negros posados a un lado de su cuello, en su piel tostada que brilla a contraluz. 

Toda ella emana un aura de indomabilidad que solo se detiene frente a la inexpresividad de mi máscara.

-No quieres saberlo – Replica, dejándome ver la blanca dentadura que ocultan sus labios.

No puedo perder más tiempo. Olvida que hace meses no has tocado a una mujer, olvida que han pasado años, literalmente, desde tu último beso, olvida lo bien que se siente que ellas te deseen y lo mucho que te haría falta que te quisieran.

Olvida todas las cosas que necesita el hombre debajo de la máscara y acaba con esto ya.

Por supuesto, es difícil olvidar cuando estás en un sitio rodeado de mujeres hermosas pretendiendo desearte y anhelando complacer tu más oscuras e íntimas pasiones.

-¡Dónde está! – Sujeto sus brazos con ambas manos, lo suficientemente fuerte como para que su valentía dude.

-¿Has dejado atrás a todas las chicas? Con lo mucho que les gusta cuando nos visitas - Esquiva mi pregunta con tal gracia que me deja desarmado en un instante – Hace mucho que no venías por aquí…ya te extrañábamos.

Si no fuera tan condenadamente estúpido con las mujeres, estoy seguro que ya habría resuelto este impasse. Estoy seguro que ya habría encontrado al mocoso.

Estoy seguro que ya estaría en casa, durmiendo plácidamente. Soñando con una vida que no me corresponde, tal vez soñando con esta mujer, imaginando que hago mío su cuerpo y cada uno de sus rincones, como antes…

¡No! ¡Rayos, concéntrate!

Necesito poner distancia entre nosotros, así que decido soltarla. Me alejo, doy un par de pasos hacia atrás. Ella sonríe, sabe que me tiene justamente donde quiere.

-Al menos yo te he extrañado mucho…Sombra – Pronuncia esta última palabra con semejante lujuria que el lugar entero podría incendiarse con su deseo – Quiero que veas cuanto…

En un instante, la bata y mi resistencia terminan en el suelo.

Está bien, esto podría complicarse un poco.  

Se acerca con un vaivén pausado y melodioso, sus brazos rodean mi cintura. Su pierna derecha sube por mi cuerpo, rozando la mía, buscando engancharse a mí. Sus senos se presionan contra mi pecho. Su respiración se hace más pesada, el olor de sus cabellos me intoxica el razonamiento. De repente todas las barreras autoimpuestas a mi lujuria empiezan a venirse abajo, una por una.

Ya sé que es imposible, pero puedo sentir su corazón repicando debajo de la piel. Mi respiración se acelera, se entrecorta. Hay cosas que una máscara no puede ocultar.

El deseo, por ejemplo.

Necesito recordar, necesito pensar en el niño, recordar que me necesita. No olvidar que soy el único que sabe cómo hacer esto, que soy el único que podría encontrarlo.

Necesito tantas cosas y solo me veo a punto de entregarme al dulce vacío de su cuerpo.

El problema parece ser que ella conoce mis debilidades y sentirse más fuerte que yo es lo que la hace apasionarse tanto para conseguir…esto. Supongo que era cierto lo que me decían, aquello de que no puedes salir de todas las situaciones a golpes, o en mi caso…a cuchillazos.

Sus manos acarician mi cuello cubierto por la bufanda, sus labios buscan donde posarse pero la máscara les cierra el paso. Una mueca en su rostro delata lo mucho que detesta que esta noche no lleve ni un centímetro de piel descubierta.

¡Alabado sea Dios por ello!

-Quiero que me lo hagas aquí mismo - susurra, y su voz de gata en celo me dispara el fenómeno fisiológico.

La sangre me hierve, amenazando con quemarme las venas. El corazón me salta como un pez fuera del agua y no puedo regular mi respiración. Debajo de la máscara, siento mis labios resecos, cual árido desierto queriendo saciar su sed en el precioso cuerpo desnudo que tengo a centímetros de mí

De repente, un fuerte ruido irrumpe la intimidad de la pasión. Le siguen gritos, mujeres asustadas y una voz masculina que sobresale por encima de todas ellas. 

¿Eso ha sido…un disparo?  

Regreso a la realidad. Cuando me doy cuenta, mis manos se encuentran posadas en sus caderas a tan solo unos centímetros de aquellas nalgas firmes y redondas que se me exhiben en toda su majestuosidad.

Necesito concentrarme, ¿qué rayos ha sido eso?

Aparto las manos de un tirón y las coloco sobre sus hombros

-Seno es cateto opuesto sobre hipotenusa, coseno es cateto adyacente sobre hipotenusa, tangente… - Intento que mi voz sea un susurro, que nadie se dé cuenta del estúpido método matemático que utilizo para tranquilizar mi excitación, pero veo en su rostro con expresión extrañada, que las palabras me están saliendo más fuertes de lo que deberían.

Necesito moverme, maldición…si tan solo la erección cediera un poco.

La puerta al otro lado del pasillo se abre de par en par, dejando ver una grotesca figura. El brillo de la luz no me deja reconocerlo, pero por las dimensiones del cuerpo deforme, puedo intuir de quien se trata. Coloco a la mujer desnuda a un lado mío, no sé porque siento un ligero pudor enrojeciéndome las mejillas debajo de la máscara. 

Quizás si ella se volviera a vestir la bata...

-Bien, bien…pero mira nada más – Esta vez, es la voz de un hombre la que interrumpe el momento – Veo que te la pasas en grande, maldito – Unos ojos inyectados de rabia me observan desde el otro lado del pasillo. Son negros como los de Silvana pero estos albergan un odio mortal.

Hacia mí, claro. Un odio mortal hacia mí, no podría ser de otra forma.

Quisiera no tener que reconocer ni los ojos, ni la voz, ni el rostro de este tipo, un hombre al que ya quisiera nunca más haber tenido que volver a ver en mi vida.

Claro, quizás si es que mi vida siguiera siendo mi vida y no la versión en la que mando al diablo todo, mi futuro inmediato, la tranquilidad de vivir como un tipo normal, mi inexistente contacto con las mujeres, entre muchas otras cosas más, solo para involucrarme en cosas que ya no me conciernen, en objetivos estúpidos que amenazan con lastimarme, en el mejor de los casos. Como encontrar al pequeño ajedrecista, como ponerme una máscara de nuevo, como rechazar el cuerpo exuberante de la mujer que ahora tiembla, desnuda, junto a mí.

La historia de mi vida.

No es que no me guste encontrarme en esta situación, quiero decir, si hablásemos del tipo debajo de la máscara, estas cosas nunca le suceden a él. Ni prostíbulos clandestinos, ni mujeres deseándolo, ni hombres gigantes amenazando con matarlo, ni niñatos secuestrados que una policía inepta no puede encontrar.

Y todo eso está bien, ¿sabes? Solo que al mismo tiempo no lo está.

Supongo que es por la falta que me hace el hecho de llevar máscara. La necesidad que tengo de liberar toda esta personalidad que tengo que reprimir día tras día, pretendiendo ser el modelo de persona normal que no soy, que nunca seré. 

-Cuatrotetas, ¡qué gusto verte de nuevo, viejo! – Perfecto, empezamos con la ironía.

El hombre aprieta los puños como si fuera a destruirse los nudillos. Sé cuánto detesta ese sobrenombre, por eso lo  uso en la primera oración. Sí, ya sé que debes estar pensando, no debería provocar a la bestia, no debería arriesgar mi pellejo tontamente, no debería usar máscara y pretender ser el bueno en esta situación.

El tipo me mira una vez más, furioso, y embiste hacia mí.

De verdad espero que esto valga la pena. 

Espero que algún día, cuando ganes un desgraciado mundial de ajedrez o algo por el estilo, te acuerdes del extraño enmascarado que se jugó su pellejo y el billete a una mejor vida por ti, Ramiro Castillo.


Porque si no, estaré muy molesto.

domingo, 10 de enero de 2016

La última Sombra de la noche: Días Nuevos

Habían sido días bastante tranquilos.

Aun ante la inminencia de mi partida y con algunos cuantos asuntos pendientes por resolver, ninguna desesperación parecía agobiarme, es más, me sentía relajado. Lo suficiente como para saber que todo terminaría solucionándose de alguna manera misteriosa, de esas que emplea la vida para ocultarte sus más íntimos secretos.

Todo parecía marchar bien y, en un recóndito espacio de mi ser, aquello me preocupaba.

Por supuesto, no era que no me agradase la sensación de calma, paz y tranquilidad, es solo que no terminaba de acostumbrarme a la idea de que no hubiera una repentina sacudida de realidad que me devolviese a mi “mundo real”, a aquel que tan bien conocía, aquel al que estaba tan acostumbrado.

Aquel que finalmente parecía haber dejado atrás.

Y así, cada día se presentaba como una nueva oportunidad de convertirme en la mejor versión de mí mismo, aquella que podía lograr objetivos antes inalcanzables y sentirse orgulloso de ellos. Aquella versión de mí que no tenía nada que ocultar. Porque era un libro abierto, porque no tenía todas las respuestas, pero tampoco esperaba que alguien hiciera todas las preguntas.

Después de todo, ¿quién iba a ser capaz de hacerlas?

Aunque no terminase de acostumbrarme a la relativamente nueva calma imperante en mis días, aunque todavía hubiese un resquicio de actitud desafiante y encrespada, encontraba agradable la sensación de vivir en paz. De, finalmente, esperar una cuenta regresiva, pero no una que acabase con mi vida, sino una que le diese un nuevo sentido y un nuevo horizonte.

No podía terminar con el asunto de las despedidas, siempre inventándome cierto tipo de falta de tiempo y ganas. Y es que a mí se me hace difícil despedirme hasta de quien recién conozco. Sentía que el tiempo no pasaba como debería, pero no era así. En realidad, los minutos se me escurrían como agua entre los dedos.

Fue durante esos días que la noticia del secuestro del pequeño Ramiro Castillo se me presentó como la ruptura del paradigma al que ya me venía acostumbrando.

Ramiro Castillo era un muchacho de 12 años. Siempre lo había visto como la antítesis de lo que yo había sido a su edad. Un muchacho que, a pesar de las condiciones del lugar donde vivía, había sabido salir adelante con el escaso apoyo de su familia y logrado ser un deportista reconocido. Y sí, el ajedrez es un deporte, por si te pensabas lo contrario.

Las noticias de la localidad se volcaron a cubrir el secuestro del chico durante la semana siguiente. Se decía que había sido un ajuste de cuentas entre pandillas rivales. ¿No lo había mencionado? El papá de Ramiro era un avezado delincuente líder de una de las pandillas más peligrosas que operaba en Santa María de la Redención.

Sí, no me lo digas…es el nombre más irónico concebido jamás para tratarse de un asentamiento humano. 

Con todo y eso, Ramiro Castillo no había elegido seguir los pasos de su padre, sin embargo, resultaba un premio gordo en una transacción peligrosa.

“Genial”, me dirás, “¿Y todo esto que tiene que ver contigo?”

No mucho, en realidad. No tiene mucho que ver con la situación en la que se encuentra mi vida ahora. No tiene nada que ver con mi paz, con mi tranquilidad. Con la inminente llegada de mi nuevo futuro. No, no tiene nada que ver con eso.

Y al mismo tiempo, tiene que ver con aquella parte de mi vida que día tras día luchaba desesperadamente por enterrar en el frondoso bosque de mis recuerdos. Aquella vida que había consumido mi existencia como una tenue vela encendida durante la noche.

En otro momento, seguramente que habría hecho algo. ¡Cuál algo! De seguro yo habría encontrado al chico. Ya lo había hecho antes, él quizás no lo recordaba…o a lo mejor sí. Después de todo, no siempre te rescata un hombre enmascarado vestido de negro y con voz de ultratumba.

Esas son cosas que no se olvidan solo porque sí.

Pero esos eran retazos olvidados de otra persona que intentaba no ser yo. De un ser que había consumido mi vida poco a poco, de un ser que me miraba desde un oscuro rincón de mi ser, aguardando, sigiloso, al menor descuido. Las pesadillas por las noches eran la prueba de ello. Uno puede engañar a la gente, pero no puedes engañarte a ti mismo.

Su rostro, blanco, inexpresivo y con los orificios que llevaba en lugar de ojos. Una máscara que había representado tantas cosas en el pasado y que ahora solo representaba todas mis derrotas y toda aquella gente a quien le había fallado.

Todas las personas que había perdido y todo el tiempo que había desperdiciado.

No era la vida que uno quisiera para sí mismo, ¿verdad? Y aunque suene disparatado, en cuanto supe del secuestro del pequeño Ramiro Castillo, supe que faltaba muy poco para que yo terminara involucrándome en la situación.


Era solo cuestión de tiempo. 

martes, 5 de enero de 2016

Aquello que nunca fue...


Él la quiso. ¡Dios si la quiso!

Ella lo quiso. ¡Vaya si lo quiso!

Es curioso como a veces lo único que debería bastar y ser suficiente, no lo es.

No es una de esas historias bonitas en las que hay un beso y una declaración de amor. La de ellos fue una historia bonita, de esas de verdad. Aquellas en las que quieres con el corazón en la mano, con lo mejor de uno. No hubo besos ni caricias. Mucho menos abrazos ni susurros tiernos en la oscuridad.

Nunca hubo nada de eso.

Él se dormía mirando la pantalla del teléfono. Veía su nombre y debajo aparecía un solemne “Escribiendo…”. Sus ojos le ganaban la batalla por no cerrarse, pero él parecía inmolarse en una lucha eterna por no caer en las fauces de aquel sueño tentador, aquel que le mostraba el rostro de ella. Un nirvana infinito que terminaba tal y como comenzó.

Con el sonido de la alarma anunciándole un nuevo día que comenzaba.

Ella lo recordaba a través del cristal que daba a la calle en un asiento de transporte público, mientras viajaba a un destino imaginario. Hubiera deseado que él estuviese a su lado, diciéndole todas esas cosas maravillosas que acompañaban a sus mensajes junto con algunos emoticonos y signos de exclamación. Porque a veces tanto cariño no cabe en un “<3”. Hubiera querido recostarse en su hombro y soñar con esa tranquilidad que él le prometía.

Pero era un sueño, era una fantasía que ambos habían construido en complicidad.

Era un refugio al que corrían al sentir la pesadumbre de la cotidianeidad. Un nido de amor virtual en el que jamás podrían rozar sus labios ni tocar sus rostros con las yemas de los dedos. Un pequeño espacio que no existía realmente como tal. Separados por un “Escribiendo…”, las promesas más eternas y sinceras se erigían como columnas de un templo en el que los únicos dioses eran ellos.

No había realidad, pero aquello era más real de lo que alguna vez hubieran podido imaginar.

Él la quiso y ella lo quiso, ¿Qué fue lo que sucedió, entonces?

Él la imaginaba mientras garabateaba un dibujo inexpresivo en su cuaderno de apuntes. Un maestro hablaba, pero eran palabras lejanas. Él trataba de recordar el sonido de su voz, un audio de menos de un minuto. “Te quiero”, había dicho ella y la explosión de felicidad en su pecho había sido irreprimible. Ahora trataba de aferrarse a ese recuerdo, pero se le escapaba entre las frivolidades en las que se encontraba sumergido.

La nostalgia amenazaba con carcomerlo desde el interior. Porque se puede luchar contra cualquier obstáculo, menos contra la pena.

Ella no sabía que responder cuando él lanzaba esas manifestaciones descaradas de cariño bueno. A veces se abrumaba. Sabía que lo quería, sabía lo que él valía. Pero también sabía lo que ella valía y no le parecía que lo mereciera. A veces solo hubiera querido correr y abrazarlo, sentirse segura al compás de los latidos de su corazón, ahí, repicando por ella. Saltando jubilosamente solo al contemplar su rostro. Tan solo eso pudo haber sido suficiente.

Pero su determinación no era tan fuerte como sus sentimientos por él.

A veces imaginaban una vida, juntos. Una en la que eran felices. Ella sonreía, con esa hermosa sonrisa de portada y él, cuanto no menos, hacía el esfuerzo. Porque siempre supo que ella estaba fuera de su liga, pero ella le había tendido unas exquisitas escaleras imaginarias que lo habían colocado justo donde necesitaba estar. A su lado. Por y para ella, justo donde ella quería que estuviese.

Imaginaban, soñaban y compartían. Dos almas enamoradas que no hacían más que quererse la una a la otra. Tal vez fue eso, quizás fue que debieron hacer más que solo querer.

Una canción sonaba en sus oídos y él cerraba los ojos. Se imaginaba a su lado. Bailaba suavemente. La llevaba, cual gala importantísima, lentamente por la cintura. Giraban, ella sonreía. ¡Dios! ¡Qué no hubiera hecho por esa sonrisa! El compás que marcaba la música era de esos que desearías que nunca se termine.

Como aquellos sueños de los que nunca quieres despertar.

Ella solo reía así con él. Le faltaba su presencia, pero no estaba segura de desearla. ¿Qué lo hacía diferente? Algo raro le pasaba, algo que a ella no le había sucedido en mucho tiempo. Nunca había visto su rostro y, ciertamente, había visto otros mejores. Pero era él. Con sus tonterías, con sus comentarios inoportunos, con su forma de quererla, con su forma de inmolarse, con su virtud y su gracia que le estaban ganando una guerra que se rehusaba a perder.

Era un juego peligroso, y él había comenzado a llevarle la delantera.

Nunca hubo nada, pero igual y lo tuvieron todo. El mundo pudo haber sido de ambos. Eran jóvenes, eran ellos y no importaba nada más. Él solo hubiera querido pedirle que lo recuerde como lo que fue en su vida. Aquel que nunca estuvo pero que nunca le faltó. Ella solo hubiera querido decirle que no sea tan “él”, que la vida no era un idilio, que el amor no es como en las películas.

Pero luego venía él y le prometía el mundo, y por alguna razón extraña, no parecía una mentira. No podía serlo, incluso aunque ella no se lo hubiera imaginado. Desde la soledad de su habitación, él se dedicó a construir un castillo imaginario para ella, solo para ella. Un castillo que solo podía ser habitado por ambos. Nunca entró, nunca hubiera podido hacerlo solo. Todo estaba listo, solo faltaba ella.

Siempre faltaba ella.

Ella besaba otros labios, pero imaginaba a qué le habrían sabido los de él. Tomaba otras manos entre sus manos y tocaba otros rostros con las yemas de sus dedos. Y prometía futuros infinitos y sentimientos malditos a otros.

Pero en un rincón de su alma, se imaginaba prometiéndoselos a él.

Él no besaba otros labios hacía un buen tiempo ya. Había olvidado lo que era sentir la calidez de un cuerpo femenino tendido junto al suyo. La cama se le hacía un océano inmenso en el que hasta su soledad lo abandonaba. A veces pensaba en ella y en todo lo que le había prometido. Hubiera querido escribirle, pero ya no era lo mismo.

Él no era el mismo y ahora tenía que dedicarse a destruir ese castillo de sueños que había erigido a una musa a la que había abandonado.

Porque la vida toma rumbos extraños, pero válidos. Y te golpea.

Y te enseña.

Pero te duele.

Alguien te dice que el tiempo cura todas las heridas. Pero ¿qué haces si es que no fuera así?

Aprendes a cargar con él todos los días de tu vida. Aprendes que a veces no tienes que ganar, solo tienes que sobrevivir.

Ella lo aprendió, ella fue fuerte.

Él también lo aprendió. Él no era fuerte, pero era un luchador.

A veces se recordaban el uno al otro y la nostalgia rondaba por sus mentes. “Uno nunca olvida, simplemente deja de recordar”, le había dicho él. Mientras ella prefería no pensar en sus palabras aferrándose a otros brazos que le prometían curar todas sus heridas.

Y es que el amor es una de esas heridas que nunca cicatrizan.

Él la quiso. ¡Dios si la quiso!

Ella lo quiso. ¡Vaya si lo quiso!

Debió ser suficiente. Hubieran querido que lo sea.


Pero no lo fue.