¿Qué teníamos en común yo y la rata escurridiza que entra en tu cuarto sin que te des cuenta?
Exacto, ambos habíamos cometido
el error de adentrarnos en un lugar del cual solo había una posible forma de
salir. Muertos, en una bolsa y probablemente sin nadie que te llore ni
reconozca.
Pensaba en esto mientras corría y
una ligera sonrisa cruzó por mi rostro. “Siempre
negativo este huevón” me hubiera dicho mi madre. Sin embargo, esa noche, y
a pesar de que la negatividad disfrazada de realismo siempre me había
caracterizado, lo que menos deseaba era que mis vaticinios se cumplieran.
Lo único que anhelaba era salir
de ese lugar vivo y con una razón para seguir viviendo una vez recuperada la
normalidad de mi vida.
Lo malo era que en aquel momento, la
única normalidad a mi alrededor era el sonido perdido de las balas mal
disparadas y el de mis pasos desesperados luchando por escapar del inminente
final. Detrás de mí sonaban los gritos e improperios que lanzaban los hombres
que me perseguían. Yo solo atinaba a empujar cuanto obstáculo se me
cruzaba en el camino. Ni siquiera había caído en la cuenta de que estaba dentro
de una casa, hasta que los gritos asustados de una mujer se unieron al coro
mortífero que acompañaba el compás de la noche. Atiné a esconderme detrás de una
puerta entreabierta, mientras los hombres que me perseguían buscaban dentro de la
casa.
-¡Auxilio! –
los gritos de la mujer eran como alaridos de un animal en cautiverio - ¡Me
están robando la casa! ¡Rateros!
Uno de los tipos que tenía atrás
la mandó callar y lanzó un disparo al aire, la mujer quedó muda e inmóvil como
si se hubiera petrificado. Otro de los tipos se le acercó y le susurró algo al
oído.
- ¡Oye, chico! No seas idiota. Mejor sálte y nos evitamos vainas. Yo no quiero meterte plomo,
compadre – trataba de sonar amable, pero el sonido que hacían sus armas lo
traicionaba – A la firme, pues.
Dudé de mí mismo. Si bien era
cierto que nunca había sido el mayor admirador de lo que hacía, conocía mis
capacidades. Sabía lo que podía hacer bajo determinadas circunstancias y,
ciertamente, había actuado bajo peores. En ese momento, el miedo
me causaba un temblor en las manos que no solo cogían las cuchillas que llevaba,
sino que se aferraban a ellas con desesperación. Con un movimiento rápido, examiné la
habitación en la que me encontraba. Era una sala grande que parecía un salón de
reuniones. Las sillas y sillones estaban bien distribuidos como para albergar
una junta importante. Las ventanas se encontraban al otro extremo de la habitación, lo
suficientemente alejadas como para que una vez abiertas, la corriente de aire
entrante no perturbe a nadie.
Pero yo no quería que entre nada sino todo lo contrario. Necesitaba salir.
-¡Oe, varón! A la firme, pues. Ya
déjate de cojudeces y sal. Me vas a rayar, causa y luego no respondo – el tono
de voz de aquel sujeto era menos amable y ciertamente mucho más vulgar que el
anterior. Supe que, a pesar de que sus órdenes eran claras, no dudarían en
matarme ellos mismos si lo consideraban necesario.
Volví a repasar la
habitación con la mirada, no había nada que pudiera usar para defenderme más que los muebles,
pero incluso así, mis cuchillas eran más amenazantes. Inhalé aire muy despacio,
intentando calmar mis nervios, que luchaban por no traicionarme.
Mi mente regresó a un momento en
el pasado. Me vi sentado en la mesa de un comedor con aquella bendita mujer
que siempre había estado dispuesta a escucharme, aún en mis momentos de mayor
oscuridad.
“-¡Estoy harto de todo esto! – Vociferaba mientras
caminaba impaciente por el comedor - ¡Vida de mierda!
Ella me contemplaba tranquila desde su asiento, examinándome con interés, pero sin interrumpir aquellos desvaríos. Sabía que cada vez
que comenzaba a gritar y a desesperarme por las circunstancias bajo las que
desarrollaban mis acciones, solo tenía que pegar un buen grito al cielo para
que el estrés abandonase mi temple.
-¡No puedo seguir haciendo esto! ¡No quiero hacerlo más! – grité,
mientras arrancaba la máscara de mi rostro y la arrojaba contra la pared con
violencia.
En ese momento, se puso de pie y, muy despacio, se acercó hacia donde
estaba yo sin decir nada. Yo solo atiné a verla, sorprendido y asustado ante la
posibilidad de haber terminado con su paciencia. Cuando estuvo lo
suficientemente cerca, me di cuenta de que ya no era el niño que había entrado a
su hogar por primera vez en una lejana noche de invierno.
La diferencia entre nuestras alturas era minúscula, apenas me sacaba
unos dos o tres dedos de ventaja, y aun así, ahí estaba, frente a mí. Ninguno
decía nada, pero la profundidad de su mirada me incomodaba en sobremanera.
De repente, me abrazó.
Fue un abrazo inesperado, que me hizo temblar de
pies a cabeza. No recordaba otra circunstancia bajo la que alguna mujer, que no
fuera miembro de mi familia, me hubiera abrazado antes.
-Yo creo en ti y Jorge también. – su voz era
tranquilizadora y dulce. – Lo sabes, ¿verdad?
-Sí, pero aun así… tan solo somos dos chiquillos.
-No – En ese momento fue tajante, sin dejar de lado la tranquilidad – Son dos muchachos que están convirtiéndose en los
buenos hombres que serán mañana, créeme. Te conozco y sé que en momentos como
este quisieras mandar todo al diablo y ya, pero si mientras haya algo que puedas hacer,
no lo haces, ¿quién crees que lo hará por ti?”
En ese momento, nadie iba a hacer
por mí lo que tenía que hacerse.
-¡Ándate a la mierda, huevón! ¡Te
vamos a agarrar! – gritó el más vulgar, mientras empujaba puertas y el sonido
que estas hacían parecía asemejarse a una cuenta regresiva.
Dos minutos.
Mi mente acababa de calcular dos
minutos entre el tiempo que me tomaría esperarlos detrás de la puerta y abrirla
antes de que la empujen. Apuñalaría al primero y usaría su cuerpo para bloquear
los disparos de los otros. Luego podría reducirlos con posibilidades mínimas de
salir herido. Mínimas, realmente. Casi inexistentes.
Claro, todo se hacía más sencillo
si, tan solo, los mataba.
Pero aquel era un límite que
nunca había cruzado y no estaba dispuesto a hacerlo esa noche. Desesperado, recorrí la habitación con la mirada por última vez. Podía usar las
sillas para despistarlos cuando entrasen, pero eso también me dejaría expuesto.
Sea como sea, mis posibilidades no eran las mejores.
Un golpe estrepitoso me sacó de aquellas reflexiones y me encontré cara a cara con cinco hombres armados quienes
no tenían ni un atisbo de dudas en sus miradas. Sabían que hacer,
tenían sus órdenes y solo debían cumplirlas.
¿Lo peor? Podía ver en sus ojos
que querían hacerlo.
Los recuerdos son
por completo difusos a partir de ese momento. Lo último que recuerdo fue que comencé a
correr mientras rogaba a cuanta fuerza superior existiera allá arriba que
ninguna de las balas que llovían sobre mí, me diese en las piernas o en algún punto vital.
Otro pensamiento empezó a
invadirme mientras corría. Lo sentía lejano, a pesar de haber ocurrido hacía un par de horas. Aún así, conseguí
aferrarme a él.
“-Cuídate mucho – había dicho la muchacha, mientras poco faltaba para que se desmaye
del susto y la impresión.
El taxi esperaba, el semáforo todavía no marcaba la luz verde y yo solo
atiné a mover la cabeza, afirmando. Dentro de mí, un pensamiento me provocó un retorcijón
que me cambió de lugar el cerebro y el corazón.
‘Debería besarla, ¿Qué más da? Podría morir esta misma noche y me moriría sin
haber besado a alguien hace casi dos años… y esa sería realmente una muerte triste’
Me contuve, mientras nos abrazábamos con tristeza, entremezclada con
angustia. Cuando nos soltamos, clavó en mis ojos una mirada que me transmitió
valor.
‘Ella cree en mí…no debería, pero lo hace. No entiendo cómo o por qué,
pero no voy a defraudarla. No voy a dejar que esto me cueste otra de las personas a
quien quiero’
La contemplé mientras se subía en el taxi y me hacía adiós con la mano.
No, no adiós. Solo era un hasta luego”
En aquel momento, clavé mi mirada
en la ventana. Y corrí, corrí con todas las fuerzas que comenzaban a faltarme,
tomando el impulso que parecía querer alejarse de mí y salté hacia ella.
El sonido de los cristales rompiéndose,
junto con el de las balas, disimularon un poco el del impacto de mi cuerpo
contra el marco de aquella ventana.
Dicen que cuando estás a punto de
morir, toda tu vida pasa frente a ti. Yo solo recuerdo haber pensado en ella y
en lo enojada que estaría por no haber cumplido mi promesa. Aunque también me
preguntaba que habría pensado de contarle que me arrojé por una ventana... por
ella.
“Eso lo hace cualquiera”, quizás habría dicho. Pensé en esto y no
pude evitar encontrar gracioso aquel pensamiento.
El peso de mi cuerpo impactó
pesadamente contra el pavimento. Había sido un mal cálculo. Por completo. Intenté
ponerme en pie y sentí una de mis costillas incrustarse en alguno de mis
órganos internos. A lo mejor uno de mis pulmones.
“No pierdas el conocimiento, hagas lo que hagas, no pierdas el
conocimiento”, me repetí a mí mismo. O quizás era la voz de Dios, solo sabía
que en ese momento debía correr.
Traté de levantarme otra vez y
el dolor casi me arranca un grito desgarrador, que tuve que contener solo para
no desperdiciar mi oxígeno. No podía ni siquiera caminar, pero tenía que
intentarlo.
Empecé a escuchar las voces de
los que me perseguían. Sonaban cada vez más cerca y yo me movía cada vez más
lento.
Algo impactó contra mi espalda en
ese momento. Podría jurar que fue un palo, una trozo de madera o una de esas tuberías de
metal que se usan en los desagües. Sea lo que fuere, terminó de tumbarme al
piso.
-¡A ver si ahora eres tan machito
pues, imbécil! – me gritó uno mientras sentía sus patadas en mi cuerpo
La consciencia amenazaba con
abandonarme, pero aún en mi estado, pude escuchar claramente cuando uno de
ellos dijo:
-No lo enfríes. Esa chamba no es
nuestra, huevón
Me había comparado con una rata
apenas hace un momento, y ahora estaba a punto de concretar mi comparación.
Sabía que para entrar en el reino
de Dios tenía que arrepentirme de muchísimas cosas, nunca podría terminar si
tuviera que enumerarlas. Tantos pecados del pasado, tantas malas decisiones,
tanta gente lastimada.
Y la única cosa de la que me
arrepentí... fue de no haberla besado.
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