jueves, 6 de noviembre de 2014

El Final, Parte II

¿Qué teníamos en común yo y la rata escurridiza que entra en tu cuarto sin que te des cuenta?

Exacto, ambos habíamos cometido el error de adentrarnos en un lugar del cual solo había una posible forma de salir. Muertos, en una bolsa y probablemente sin nadie que te llore ni reconozca.

Pensaba en esto mientras corría y una ligera sonrisa cruzó por mi rostro. “Siempre negativo este huevón” me hubiera dicho mi madre. Sin embargo, esa noche, y a pesar de que la negatividad disfrazada de realismo siempre me había caracterizado, lo que menos deseaba era que mis vaticinios se cumplieran.

Lo único que anhelaba era salir de ese lugar vivo y con una razón para seguir viviendo una vez recuperada la normalidad de mi vida.

Lo malo era que en aquel momento, la única normalidad a mi alrededor era el sonido perdido de las balas mal disparadas y el de mis pasos desesperados luchando por escapar del inminente final. Detrás de mí sonaban los gritos e improperios que lanzaban los hombres que me perseguían. Yo solo atinaba a empujar cuanto obstáculo se me cruzaba en el camino. Ni siquiera había caído en la cuenta de que estaba dentro de una casa, hasta que los gritos asustados de una mujer se unieron al coro mortífero que acompañaba el compás de la noche. Atiné a esconderme detrás de una puerta entreabierta, mientras los hombres que me perseguían buscaban dentro de la casa.

-¡Auxilio! – los gritos de la mujer eran como alaridos de un animal en cautiverio - ¡Me están robando la casa! ¡Rateros!

Uno de los tipos que tenía atrás la mandó callar y lanzó un disparo al aire, la mujer quedó muda e inmóvil como si se hubiera petrificado. Otro de los tipos se le acercó y le susurró algo al oído.

- ¡Oye, chico! No seas idiota. Mejor sálte y nos evitamos vainas. Yo no quiero meterte plomo, compadre – trataba de sonar amable, pero el sonido que hacían sus armas lo traicionaba – A la firme, pues.

Dudé de mí mismo. Si bien era cierto que nunca había sido el mayor admirador de lo que hacía, conocía mis capacidades. Sabía lo que podía hacer bajo determinadas circunstancias y, ciertamente, había actuado bajo peores. En ese momento,  el miedo me causaba un temblor en las manos que no solo cogían las cuchillas que llevaba, sino que se aferraban a ellas con desesperación. Con un movimiento rápido, examiné la habitación en la que me encontraba. Era una sala grande que parecía un salón de reuniones. Las sillas y sillones estaban bien distribuidos como para albergar una junta importante. Las ventanas se encontraban al otro extremo de la habitación, lo suficientemente alejadas como para que una vez abiertas, la corriente de aire entrante no perturbe a nadie. 

Pero yo no quería que entre nada sino todo lo contrario. Necesitaba salir.

-¡Oe, varón! A la firme, pues. Ya déjate de cojudeces y sal. Me vas a rayar, causa y luego no respondo – el tono de voz de aquel sujeto era menos amable y ciertamente mucho más vulgar que el anterior. Supe que, a pesar de que sus órdenes eran claras, no dudarían en matarme ellos mismos si lo consideraban necesario.

Volví a repasar la habitación con la mirada, no había nada que pudiera usar para defenderme más que los muebles, pero incluso así, mis cuchillas eran más amenazantes. Inhalé aire muy despacio, intentando calmar mis nervios, que luchaban por no traicionarme.

Mi mente regresó a un momento en el pasado. Me vi sentado en la mesa de un comedor con aquella bendita mujer que siempre había estado dispuesta a escucharme, aún en mis momentos de mayor oscuridad.

“-¡Estoy harto de todo esto!  – Vociferaba mientras caminaba impaciente por el comedor - ¡Vida de mierda!

Ella me contemplaba tranquila desde su asiento, examinándome con interés, pero sin interrumpir aquellos desvaríos. Sabía que cada vez que comenzaba a gritar y a desesperarme por las circunstancias bajo las que desarrollaban mis acciones, solo tenía que pegar un buen grito al cielo para que el estrés abandonase mi temple.

-¡No puedo seguir haciendo esto! ¡No quiero hacerlo más! – grité, mientras arrancaba la máscara de mi rostro y la arrojaba contra la pared con violencia.

En ese momento, se puso de pie y, muy despacio, se acercó hacia donde estaba yo sin decir nada. Yo solo atiné a verla, sorprendido y asustado ante la posibilidad de haber terminado con su paciencia. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me di cuenta de que ya no era el niño que había entrado a su hogar por primera vez en una lejana noche de invierno.

La diferencia entre nuestras alturas era minúscula, apenas me sacaba unos dos o tres dedos de ventaja, y aun así, ahí estaba, frente a mí. Ninguno decía nada, pero la profundidad de su mirada me incomodaba en sobremanera.

De repente, me abrazó.

Fue un abrazo inesperado, que me hizo temblar de pies a cabeza. No recordaba otra circunstancia bajo la que alguna mujer, que no fuera miembro de mi familia, me hubiera abrazado antes.

-Yo creo en ti y Jorge también. – su voz era tranquilizadora y dulce. Lo sabes, ¿verdad?

-Sí, pero aun así… tan solo somos dos chiquillos.

-No – En ese momento fue tajante, sin dejar de lado la tranquilidad – Son dos muchachos que están convirtiéndose en los buenos hombres que serán mañana, créeme. Te conozco y sé que en momentos como este quisieras mandar todo al diablo y ya, pero si mientras haya algo que puedas hacer, no lo haces, ¿quién crees que lo hará por ti?”

En ese momento, nadie iba a hacer por mí lo que tenía que hacerse.

-¡Ándate a la mierda, huevón! ¡Te vamos a agarrar! – gritó el más vulgar, mientras empujaba puertas y el sonido que estas hacían parecía asemejarse a una cuenta regresiva.

Dos minutos.

Mi mente acababa de calcular dos minutos entre el tiempo que me tomaría esperarlos detrás de la puerta y abrirla antes de que la empujen. Apuñalaría al primero y usaría su cuerpo para bloquear los disparos de los otros. Luego podría reducirlos con posibilidades mínimas de salir herido. Mínimas, realmente. Casi inexistentes.

Claro, todo se hacía más sencillo si, tan solo, los mataba.

Pero aquel era un límite que nunca había cruzado y no estaba dispuesto a hacerlo esa noche. Desesperado, recorrí la habitación con la mirada por última vez. Podía usar las sillas para despistarlos cuando entrasen, pero eso también me dejaría expuesto. Sea como sea, mis posibilidades no eran las mejores.

Un golpe estrepitoso me sacó de aquellas reflexiones y me encontré cara a cara con cinco hombres armados quienes no tenían ni un atisbo de dudas en sus miradas. Sabían que hacer, tenían sus órdenes y solo debían cumplirlas.

¿Lo peor? Podía ver en sus ojos que querían hacerlo.

Los recuerdos son por completo difusos a partir de ese momento. Lo último que recuerdo fue que comencé a correr mientras rogaba a cuanta fuerza superior existiera allá arriba que ninguna de las balas que llovían sobre mí, me diese en las piernas o en algún punto vital.

Otro pensamiento empezó a invadirme mientras corría. Lo sentía lejano, a pesar de haber ocurrido hacía un par de horas. Aún así, conseguí aferrarme a él.

“-Cuídate mucho – había dicho la muchacha, mientras poco faltaba para que se desmaye del susto y la impresión.

El taxi esperaba, el semáforo todavía no marcaba la luz verde y yo solo atiné a mover la cabeza, afirmando. Dentro de mí, un pensamiento me provocó un retorcijón que me cambió de lugar el cerebro y el corazón.

‘Debería besarla, ¿Qué más da? Podría morir esta misma noche y me moriría sin haber besado a alguien hace casi dos años… y esa sería realmente una muerte triste’

Me contuve, mientras nos abrazábamos con tristeza, entremezclada con angustia. Cuando nos soltamos, clavó en mis ojos una mirada que me transmitió valor.

‘Ella cree en mí…no debería, pero lo hace. No entiendo cómo o por qué, pero no voy a defraudarla. No voy a dejar que esto me cueste otra de las personas a quien quiero’

La contemplé mientras se subía en el taxi y me hacía adiós con la mano.

No, no adiós. Solo era un hasta luego”

En aquel momento, clavé mi mirada en la ventana. Y corrí, corrí con todas las fuerzas que comenzaban a faltarme, tomando el impulso que parecía querer alejarse de mí y salté hacia ella.

El sonido de los cristales rompiéndose, junto con el de las balas, disimularon un poco el del impacto de mi cuerpo contra el marco de aquella ventana.

Dicen que cuando estás a punto de morir, toda tu vida pasa frente a ti. Yo solo recuerdo haber pensado en ella y en lo enojada que estaría por no haber cumplido mi promesa. Aunque también me preguntaba que habría pensado de contarle que me arrojé por una ventana... por ella.

“Eso lo hace cualquiera”, quizás habría dicho. Pensé en esto y no pude evitar encontrar gracioso aquel pensamiento.

El peso de mi cuerpo impactó pesadamente contra el pavimento. Había sido un mal cálculo. Por completo. Intenté ponerme en pie y sentí una de mis costillas incrustarse en alguno de mis órganos internos. A lo mejor uno de mis pulmones.

“No pierdas el conocimiento, hagas lo que hagas, no pierdas el conocimiento”, me repetí a mí mismo. O quizás era la voz de Dios, solo sabía que en ese momento debía correr.

Traté de levantarme otra vez y el dolor casi me arranca un grito desgarrador, que tuve que contener solo para no desperdiciar mi oxígeno. No podía ni siquiera caminar, pero tenía que intentarlo.

Empecé a escuchar las voces de los que me perseguían. Sonaban cada vez más cerca y yo me movía cada vez más lento.

Algo impactó contra mi espalda en ese momento. Podría jurar que fue un palo, una trozo de madera o una de esas tuberías de metal que se usan en los desagües. Sea lo que fuere, terminó de tumbarme al piso.

-¡A ver si ahora eres tan machito pues, imbécil! – me gritó uno mientras sentía sus patadas en mi cuerpo

La consciencia amenazaba con abandonarme, pero aún en mi estado, pude escuchar claramente cuando uno de ellos dijo:

-No lo enfríes. Esa chamba no es nuestra, huevón

Me había comparado con una rata apenas hace un momento, y ahora estaba a punto de concretar mi comparación.

Sabía que para entrar en el reino de Dios tenía que arrepentirme de muchísimas cosas, nunca podría terminar si tuviera que enumerarlas. Tantos pecados del pasado, tantas malas decisiones, tanta gente lastimada.

Y la única cosa de la que me arrepentí... fue de no haberla besado.

Debajo de la máscara, cerré los ojos lentamente y me dispuse a morir en paz.

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